Berta Gamboa

Berta Gamboa

Lucharé hasta el final. No se lo voy a poner fácil a la muerte. Me resisto a cerrar los ojos, estos ojos que todo lo ven, que todo lo registran, estos ojos que hasta el último segundo de mi vida en la tierra van a alumbrar el camino del hombre que me acompaña en este trance, consciente de la oscuridad en la que se va a ver envuelto cuando se cierren definitivamente. Entonces escribirá: En tu agonía, amor, cuánto le costó a la muerte apagarte los ojos. Sopló una vez, dos veces, tres veces, bien lo vi, y tus ojos siguieron encendidos…

Las generaciones venideras me olvidarán hasta tal punto que no se conocerá la fecha exacta de mi muerte, ni la causa. Tan solo se recordará el año −1957− porque, tras mi desaparición, León Felipe −el compañero de mi vida− caerá en una profunda depresión; dejará de trabajar en nuestras traducciones − siempre las hacíamos juntos, aunque sólo las firmaba él−; pasará mucho tiempo sin escribir; no cesará de llorarme hasta el día de su propia muerte.

Nací el 5 de noviembre de 1888, en el número 5 de la calle Gante, en Ciudad de México. Mi padre era pastor protestante. De acuerdo con mi madre decidieron enviarme a estudiar a Estados Unidos −aunque no fuera habitual en la sociedad mexicana de la época−, así que me formé en la Universidad de Cornell, Ithaca (Nueva York). Tras mi graduación obtuve una plaza de profesora de Literatura Española en la misma Universidad.

En 1923, en el transcurso de unas vacaciones en México, conocí a Felipe en Veracruz. Nos enamoramos al instante; me acompañó de vuelta a los USA y muy poco después nos casamos en Brooklyn. Fueron unos años maravillosos, recibimos muchas visitas de España, Federico (García Lorca) y Luis (Cernuda) entre otros; Felipe consiguió trabajo en la Universidad como profesor de Literatura Española; comenzamos con las traducciones de los poemas de Walt Whitman y los ensayos de Waldo Frank, con quien llegamos a tener una bonita amistad. De hecho, Frank fue de los pocos que dejó constancia de mi nombre para el futuro: «El poeta León Felipe y su esposa, Berta Gamboa, están terminando ahora la traducción de este libro −America Hispana. A Portrait and A Prospect−. Mientras yo lo escribía (con el objeto de que pudiese publicarse al mismo tiempo en español para mi otro público de América) ellos lo vertían al castellano». En aquella época neoyorquina, Felipe retomó la poesía, y en 1929 publicó su segundo poemario.

En 1930 volvimos a México, y de allí nos trasladamos a Panamá, donde nos sacudió la noticia de la sublevación militar en España. Hacia allá viajamos en 1937 para participar en el Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, que se realizó en Valencia. En España, no solamente colaboré en las numerosas conferencias, actos y publicaciones en que participaba Felipe, me dediqué a escribir artículos y a hacer fotografías que Felipe admiraba, hasta el punto que decía que yo era su inspiración y su mirada: un miliciano escribiendo en su trinchera, el frente de la Casa de Campo, los daños en el Museo del Prado tras un bombardeo, o el fragor de la batalla en el asalto de las milicias al Cuartel de la Montaña…; por eso comencé a recopilar las imágenes de mi álbum fotográfico el «Álbum de Berta». Como medio de subsistencia nos dedicamos a hacer traducciones por encargo para Espasa-Calpe: dos libros de Bertrand Russell y la autobiografía de H. G. Wells, entre otras cosas. Desgraciadamente, el resultado final de la guerra nos obligó a poner rumbo de nuevo a México para, esta vez, no regresar jamás.

En 1935 acuñé el término La novela de la Revolución Mexicana y publiqué un artículo en Renascent Mexico, New York «The name novel of the Mexican Revolution has been given to this literary production, but only provisionally and in a conventional sense, for it is a mélange of memories, narratives, chronicles, and novels. This cycle includes only the works treating of the crisis period of the Revolution of 1910, that is to say, from 1910 to 1924»; e inicié mi gran obra, cuyos dos volúmenes solo se publicarían tres años después de mi muerte, gracias a Antonio Castro Leal.

Felipe cumplió 60 años en 1944 y por entonces decía: no he aprendido un oficio, no sé pelar una patata y las faltas de ortografía todavía me las corrige mi mujer. Era un castellanote áspero y brusco, serio, que hablaba muy alto con ese acento seco y mesetario −ni los años de exilio, ni yo conseguimos dulcificar su acento−, pero lo amaba así. Nunca se le pasó por la cabeza la posibilidad de escribir poemas de amor, aunque citaba a menudo las palabras de Walt (Whitman): aquel que camina una sola legua sin amor, camina amortajado en su propio funeral. Pero todo lo que escribía era por y para mí. Me dedicó Versos y oraciones del caminante y me llenó de amor y pasión. Disfrutábamos mucho del ocio y la lectura, nos reíamos juntos, nuestra casa se inundaba de alegría cuando llegaban los jóvenes para platicar de poesía…

Durante años, seguí alimentando el «Álbum de Berta». A las primeras fotografías sobre la Guerra en España, añadí fotografías familiares, mías y de Felipe, fotos del día a día, de nuestra vida. Hoy mi «Álbum» no es solo un valioso documento histórico, testimonio de mi trabajo como fotógrafa, de mi valor para asomarme al frente y captar el dolor y la aniquilación, de mi determinación para realizar esas instantáneas en momentos de tanta tensión… También fotografié la furia del mar durante nuestro viaje en barco al exilio, como una metáfora de la rabia con que los refugiados abandonan su tierra. Hoy mi «Álbum», en el que cada fotografía va acompañada de unos versos de Felipe, es un libro veraz, humano y entrañable, sin el cual mi legado habría desaparecido.

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