Hilma af Klint

Hilma af Klint

Cuando me arrolló un tranvía, el 21 de octubre de 1944, solo me faltaban cinco días para cumplir 82 años. Unos meses antes, presintiendo que por mi edad debía prepararme para la muerte, le pedí a mi sobrino que no mostrara a nadie mis cuadernos de anotaciones y bocetos, ni mis cuadros y dibujos, antes de que hubieran transcurrido al menos veinte años. Sabía que la humanidad no estaba preparada para apreciarlos.

Nací en 1862; de niña demostré mucho interés por la botánica y las matemáticas. A los veinte años comencé a estudiar en la Real Academia de Bellas Artes en Estocolmo, una de las pocas instituciones académicas europeas que aceptaban a mujeres. Cuando me gradué, en 1887, la Academia me otorgó una beca en forma de estudio en el llamado «Edificio Atelier», en el centro de Estocolmo. Mis paisajes, dibujos botánicos y retratos obtuvieron reconocimiento social y me proporcionaron ingresos económicos; mi pintura convencional se convirtió en la forma de ganarme la vida, pero mi trabajo, el trabajo de mi vida, era otro, un tipo de pintura muy diferente.

En la Academia de Bellas Artes conocí a Anna Cassel, la frágil y siempre juvenil Anna, con su cabello rojizo y su personalidad fuerte y generosa, su sentido ético y su pasión por el arte, la compañera de mi vida, que estuvo a mi lado hasta el día de su muerte −sufría graves episodios de asma, que la obligaban a retirarse a sanatorios hasta que se recuperaba−. Anna y yo creamos el grupo de artistas De Fem −Las Cinco−, junto a Cornelia Cederberg, Sigrid Hedman y Mathilda Nilsson.

Las Cinco nos reuníamos todos los viernes, en sesiones esotéricas −sería muy largo explicar lo que suponía el esoterismo y la sociedad teosófica en mi época, sobre todo para las mujeres de nuestra escala social− durante las que nos concentrábamos en el conocimiento que no pertenece a los sentidos, el intelecto o el corazón, sino a lo más profundo del ser: el espíritu. Así dibujábamos, pintábamos y escribíamos de forma automática, firmando como ‘D. F.’ con lo que ya en 1896 practicábamos un tipo de dibujo y de escritura experimental, que me condujo hacia el desarrollo de un lenguaje visual geométrico capaz de conceptualizar fuerzas invisibles tanto del mundo interno como externo. Aunque en aquella época nadie −ni yo, por descontado− conocía los conceptos de subconsciente o inconsciente personal y colectivo, y quedaba mucho para que los surrealistas decidieran explorar sus posibilidades creativas. Dejé más de 25.000 páginas con textos y dibujos en mis cuadernos de notas (algunos de ellos firmados por Las Cinco) en las que planteo mis dudas, en las que indago en la palabra, la imagen y la percepción extrasensorial, ese más allá de las apariencias visuales, esa necesidad de alcanzar el conocimiento de una realidad no material que fue la finalidad fundamental de toda mi investigación pictórica.

En 1915 apareció una nueva persona en mi vida: Thomasine Andersson, la enfermera de mi madre. Después de la muerte de mi madre en 1920 me fui a vivir con ella; convivimos hasta que Thomasine murió en 1940. Esto no afectó a mi relación con Anna, con la que continué viajando a su casa en la isla de Munsö todos los veranos para pintar y disfrutar de la naturaleza. Anna, siempre tan noble y generosa, era mi apoyo, mi inspiración y mi consejera; cuando murió, en 1937, yo continué usando la casa y el estudio de Munsö, que fue donde se almacenaron mis pinturas tras mi muerte.

En vida nunca participé en exposiciones ni movimientos. Mi familia, que siempre me consideró una loca, no comprendió mi obra ni le dio valor, tuvieron que pasar más de cuarenta años antes de que uno de mis sobrinos tomara la decisión de gestionar una exposición de mis obras. En 1986 mis pinturas se mostraron por primera vez en público.