Berta Gamboa

Berta Gamboa

Lucharé hasta el final. No se lo voy a poner fácil a la muerte. Me resisto a cerrar los ojos, estos ojos que todo lo ven, que todo lo registran, estos ojos que hasta el último segundo de mi vida en la tierra van a alumbrar el camino del hombre que me acompaña en este trance, consciente de la oscuridad en la que se va a ver envuelto cuando se cierren definitivamente. Entonces escribirá: En tu agonía, amor, cuánto le costó a la muerte apagarte los ojos. Sopló una vez, dos veces, tres veces, bien lo vi, y tus ojos siguieron encendidos…

Las generaciones venideras me olvidarán hasta tal punto que no se conocerá la fecha exacta de mi muerte, ni la causa. Tan solo se recordará el año −1957− porque, tras mi desaparición, León Felipe −el compañero de mi vida− caerá en una profunda depresión; dejará de trabajar en nuestras traducciones − siempre las hacíamos juntos, aunque sólo las firmaba él−; pasará mucho tiempo sin escribir; no cesará de llorarme hasta el día de su propia muerte.

Nací el 5 de noviembre de 1888, en el número 5 de la calle Gante, en Ciudad de México. Mi padre era pastor protestante. De acuerdo con mi madre decidieron enviarme a estudiar a Estados Unidos −aunque no fuera habitual en la sociedad mexicana de la época−, así que me formé en la Universidad de Cornell, Ithaca (Nueva York). Tras mi graduación obtuve una plaza de profesora de Literatura Española en la misma Universidad.

En 1923, en el transcurso de unas vacaciones en México, conocí a Felipe en Veracruz. Nos enamoramos al instante; me acompañó de vuelta a los USA y muy poco después nos casamos en Brooklyn. Fueron unos años maravillosos, recibimos muchas visitas de España, Federico (García Lorca) y Luis (Cernuda) entre otros; Felipe consiguió trabajo en la Universidad como profesor de Literatura Española; comenzamos con las traducciones de los poemas de Walt Whitman y los ensayos de Waldo Frank, con quien llegamos a tener una bonita amistad. De hecho, Frank fue de los pocos que dejó constancia de mi nombre para el futuro: «El poeta León Felipe y su esposa, Berta Gamboa, están terminando ahora la traducción de este libro −America Hispana. A Portrait and A Prospect−. Mientras yo lo escribía (con el objeto de que pudiese publicarse al mismo tiempo en español para mi otro público de América) ellos lo vertían al castellano». En aquella época neoyorquina, Felipe retomó la poesía, y en 1929 publicó su segundo poemario.

En 1930 volvimos a México, y de allí nos trasladamos a Panamá, donde nos sacudió la noticia de la sublevación militar en España. Hacia allá viajamos en 1937 para participar en el Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, que se realizó en Valencia. En España, no solamente colaboré en las numerosas conferencias, actos y publicaciones en que participaba Felipe, me dediqué a escribir artículos y a hacer fotografías que Felipe admiraba, hasta el punto que decía que yo era su inspiración y su mirada: un miliciano escribiendo en su trinchera, el frente de la Casa de Campo, los daños en el Museo del Prado tras un bombardeo, o el fragor de la batalla en el asalto de las milicias al Cuartel de la Montaña…; por eso comencé a recopilar las imágenes de mi álbum fotográfico el «Álbum de Berta». Como medio de subsistencia nos dedicamos a hacer traducciones por encargo para Espasa-Calpe: dos libros de Bertrand Russell y la autobiografía de H. G. Wells, entre otras cosas. Desgraciadamente, el resultado final de la guerra nos obligó a poner rumbo de nuevo a México para, esta vez, no regresar jamás.

En 1935 acuñé el término La novela de la Revolución Mexicana y publiqué un artículo en Renascent Mexico, New York «The name novel of the Mexican Revolution has been given to this literary production, but only provisionally and in a conventional sense, for it is a mélange of memories, narratives, chronicles, and novels. This cycle includes only the works treating of the crisis period of the Revolution of 1910, that is to say, from 1910 to 1924»; e inicié mi gran obra, cuyos dos volúmenes solo se publicarían tres años después de mi muerte, gracias a Antonio Castro Leal.

Felipe cumplió 60 años en 1944 y por entonces decía: no he aprendido un oficio, no sé pelar una patata y las faltas de ortografía todavía me las corrige mi mujer. Era un castellanote áspero y brusco, serio, que hablaba muy alto con ese acento seco y mesetario −ni los años de exilio, ni yo conseguimos dulcificar su acento−, pero lo amaba así. Nunca se le pasó por la cabeza la posibilidad de escribir poemas de amor, aunque citaba a menudo las palabras de Walt (Whitman): aquel que camina una sola legua sin amor, camina amortajado en su propio funeral. Pero todo lo que escribía era por y para mí. Me dedicó Versos y oraciones del caminante y me llenó de amor y pasión. Disfrutábamos mucho del ocio y la lectura, nos reíamos juntos, nuestra casa se inundaba de alegría cuando llegaban los jóvenes para platicar de poesía…

Durante años, seguí alimentando el «Álbum de Berta». A las primeras fotografías sobre la Guerra en España, añadí fotografías familiares, mías y de Felipe, fotos del día a día, de nuestra vida. Hoy mi «Álbum» no es solo un valioso documento histórico, testimonio de mi trabajo como fotógrafa, de mi valor para asomarme al frente y captar el dolor y la aniquilación, de mi determinación para realizar esas instantáneas en momentos de tanta tensión… También fotografié la furia del mar durante nuestro viaje en barco al exilio, como una metáfora de la rabia con que los refugiados abandonan su tierra. Hoy mi «Álbum», en el que cada fotografía va acompañada de unos versos de Felipe, es un libro veraz, humano y entrañable, sin el cual mi legado habría desaparecido.

Savitribai Phule

Savitribai Phule

सावित्रीबाई फुले

Una epidemia de peste bubónica está azotando Maharashtra. Como mi hijo es médico preparo con su ayuda una clínica para atender a los enfermos, a la que dedico todo mi tiempo y todos mis recursos. A la vez organizo un campamento para los niños de las familias afectadas. Un día me contagio. Y muero el diez de marzo de 1897, a los 66 años de edad.

Nací en 1831. Me casaron a los 9 años. Mi marido, Jyotirao, tenía 12.  A Jyotirao, que se quedó huérfano de madre con tan solo un año de edad, lo había criado su tía Sagunabai Kshirsagar, una viuda niña de mentalidad feminista y abierta, que le dio todo el amor del mundo. Sagunabai también me acogió con toda su capacidad de entrega, y las dos desarrollamos un profundo vínculo de cariño. Ella siempre nos apoyó y secundó en todos nuestros proyectos. Su aportación para la educación de Jyotirao, que lo convirtió en el ser sensible que fue, y para educarme a mí, fue fundamental; nosotros la quisimos y respetamos como a una verdadera madre. Le debemos casi todo lo que fuimos y lo que somos.

Como todas las niñas de mi tiempo yo era analfabeta, Jyotirao −que había ido a la escuela, a pesar de que por aquella época se consideraba que solo los varones de la casta Brahman tenían derecho a la educación−, al saber que yo tenía muchas ganas de aprender, me enseñó a leer y escribir y me dio clases de ciencias y de literatura… Sagunabai Kshirsagar también quiso aprender ella misma, y estudiábamos juntas. Más tarde me matriculé en la Escuela de Magisterio, en Pune. La educación es el único medio que tenemos las mujeres −igual que las castas consideradas inferiores− para liberarnos de las cadenas de las prácticas discriminatorias construidas socialmente. Así fue como decidimos iniciar una campaña educativa para sacar a las niñas del reino del analfabetismo y la ignorancia. A pesar de que la educación de las niñas se consideraba contraria a las Escrituras, y a pesar de la oposición por parte de los brahmanes, que conspiraban en nuestra contra, y a pesar de que hasta la familia de Jyotirao nos dio la espalda, en 1848 abrimos la primera escuela para niñas de todas las castas. Y el sueño de Sagunabai se hizo realidad. Después de eso, Jyotirao y establecimos 18 escuelas, para niños y niñas, una tras otra, hasta 1851. Sagunabai estaba orgullosa de nosotros, a pesar de todas las complicaciones nunca dejó de apoyarnos. Nuestra madre, la imagen de la bondad, el afecto y la compasión, falleció el 6 de julio de 1854. Pero permaneció para siempre en nuestros corazones y estuvo presente en todas nuestras obras.

Jyotirao y yo no tuvimos hijos, pero sabíamos querer, como nos enseñó Sagunabai, sin que fuera necesario que los hijos fueran biológicamente nuestros, por eso adoptamos a Yashwant. Con el tiempo estudió medicina, y fue la alegría y la luz de nuestros corazones.

El desarrollo de mi labor no fue fácil. Tuvimos que enfrentar los problemas con los hindúes ortodoxos de casta superior, que intentaron cerrar nuestras escuelas. Difundieron rumores sobre mi persona: dijeron que mi esposo moriría prematuramente, que la comida de las mujeres que estudian se estropea y se agusana, que las mujeres que saben escribir lo hacen para mandar cartas a hombres desconocidos… Cuando comprobaron que no me desanimaban en mi afán de aprender y de enseñar, comenzaron los insultos y ataques personales: me arrojaban estiércol, huevos, tomates y piedras. Yo llevaba siempre un sari limpio en mi bolso, para poder cambiarme. Un día me revolví y abofeteé a uno de los que me insultaban. Finalmente presionaron a mi suegro, el padre de Jyotirao, en cuya casa vivíamos, que nos echó a la calle.

Usman Sheikh, un amigo de Jyotirao, nos alojó. La hermana de Usman, Fatima, que ya sabía leer y escribir, y yo, nos hicimos muy amigas. Animada por Usman −qué importante es que los hombres nos apoyen, sin Usman y sin Jyotirao la vida de Fatima y mía hubiera sido mucho más complicada− Fatima me acompañó a otro programa de formación de profesores. Así se convirtió en la primera profesora musulmana de la India. La amistad que nos unió, nuestra idea común de la necesidad de la formación y de la libertad, por encima de castas y religiones, fue hermosa y demuestra que otro mundo es posible.

Además de ayudar a los niños, apoyamos a las viudas. En La India, la tradición prohibía el matrimonio a las viudas, porque la mujer se consideraba como una propiedad, y si se volvía a casar se producía un problema por el traspaso. La viuda era propiedad de la familia del marido, que no tenía obligación de mantenerla. Una viuda no tenía ningún derecho. Se le afeitaba la cabeza y se le decía que estaba muerta en vida. No se la mantenía, pero tampoco era libre. Algunas eran niñas que ni siquiera habían llegado aún a la pubertad. Por eso abrí una casa de acogida para las viudas de las castas más bajas, en la que acogíamos también a muchas niñas recién nacidas para protegerlas del infanticidio. En mi casa todos, hasta los intocables, podían venir a beber agua limpia, algo que la sociedad les negaba.

Fundé una asociación feminista Mahila Seva Mandali para concienciar a las mujeres contra el matrimonio infantil, el feticidio femenino y el sistema sati. Abrí un ashram para viudas y huérfanos. Organicé un boicot contra la tradición de rapar a las viudas. Hice un llamamiento a las mujeres para que salieran de las barreras de casta y las animé a reunirse y organizarse.

Cuando Jyotirao murió, en 1890, fui la primera mujer de La India que encendió ella misma la pira funeraria de su marido, sin importarme la oposición, ni las críticas que se alzaron en mi contra. Después seguí adelante con toda la obra social que iniciamos juntos.

Recopilé y edité los discursos de Jyotirao… y escribí poemas. Publiqué dos poemarios: Kavya Phule y Bhavan Kashi Subodh Ratnakar

Muero feliz. He hecho tanto bien, tanto por mi país, y tanto por las mujeres de mi país… El empoderamiento total de las mujeres es todavía un sueño lejano en la India. Mientras llega, celebrad mi vida y mi legado, no olvidéis nunca que hay hombres, como Jyotirao y Usman, capaces de apoyarnos sin reservas. No olvidéis nunca a Fatima Sheikh, mi amiga y colega tan querida, y nunca, nunca, olvidéis a Sagunabai, sin cuyo amor mi obra jamás hubiera sido posible.

Dorotea Bucca

Dorotea Bucca

Muero en 1436, a los 76 años de edad. He conseguido vivir holgadamente de mi profesión y ser admirada y estimada. Lo mejor de la juventud de Europa ha venido expresamente para matricularse en mis clases. He sido profesora de Universidad durante más de cuarenta años,

Nací en 1360, en Bolonia. Mi padre, Giovanni Bucca, era un filósofo y médico muy afamado. Yo seguí sus pasos, me doctoré en Filosofía y Medicina en la Universidad de Bolonia, donde ejercí el magisterio a partir de 1390, ocupando la catedra de mi padre cuando él se retiró. Llegué a ganar cien liras por mi trabajo, lo que me enorgullece teniendo en cuenta que en mi época el sueldo de los profesores lo decidían los alumnos.

Mi suerte fue que en Italia había un sesgo de género mucho menor que en el resto de Europa. Las mujeres estuvimos presentes en muchas áreas diferentes de la ciencia y el saber, mientras que en otros países eso era mucho más complicado para nosotras. La Universidad de Bolonia se caracterizaba por permitir a las mujeres matricularse y ejercer. Otras mujeres que se formaron allí destacaron, tanto en la medicina como en otras profesiones. Bettisia Gozzadini, por ejemplo, se licenció en derecho en 1237, siendo una de las primeras mujeres de la historia en obtener un título universitario.

En la edad media, en Italia, también se formaron otras médicas, como Trota de Salerno, que redactó tres tratados sobre medicina; Abella de Castellomata, especialista en embriología; Jacobina Félicie que fue procesada en Francia por práctica ilegal, al no tener un título homologado; Alessandra Giliani, la primera mujer registrada en documentos históricos como practicante de anatomía y patología; Rebecca de Guarna, autora de tres libros De Urinis (sobre la orina), De febrius (sobre la fiebre) y De embrione (sobre el embrión); Margarita da Venosa, cirujana; Mercuriade de Salerno, autora de tres trabajos incluidos en la Collectio Salernitana; Constance Calenda especialista en enfermedades oculares, como Calrice di Durisio; Thomasia de Mattio…. Y muchas otras, de las que quedan algunos registros, pocos; curiosamente si ha quedado constancia escrita de muchas de nosotras ha sido gracias a un edicto del Papa Sixto IV −el de la Capilla Sixtina− sobre médicos y cirujanos. No cabe duda de que hubo mujeres científicas en la edad media, y no solo en Italia. Por mi parte, puedo estar satisfecha con mi vida, fue larga y productiva. Ejercí mi profesión de médica y la enseñanza de la medicina con confianza y dignidad.

Jimena Quirós

Jimena Quirós

Gané mi última batalla a los 70 años. Era el año 1969, tres años antes había iniciado un pleito, mi tercera batalla legal, para que me readmitieran en el Instituto Español de Oceanografía, tras años de injusticias.

Nací en 1899, en Almería. Al poco tiempo mi padre desapareció de nuestras vidas. Mi madre, que había abierto un colegio en Almería, sacó adelante a la familia. Aún no tenía 18 años cuando viajé a Madrid, para estudiar Ciencias en la Universidad. En Madrid me alojé en la Residencia de Señoritas, que no es tan conocida como la Residencia de Estudiantes, que era solo para hombres. Muchas de las mujeres que pasaron por la Residencia han formado parte importante de nuestra historia, como Maruja Mallo, María Zambrano, Matilde Huici, Victoria Kent… En 1920, entré como alumna interna en el Instituto Español de Oceanografía, el IEO, y ese mismo verano fui al Laboratorio de Santander para participar en los trabajos preparatorios de una importante campaña oceanográfica que debía realizarse el año siguiente. Un año después, en septiembre de 1921, me licencié en Ciencias, con premio extraordinario en la sección de Naturales, e inmediatamente − recién licenciada − participé en la campaña oceanográfica en cuya organización había trabajado en Santander, embarcando en el buque Giralda; así me convertí en la primera científica española en participar en una campaña oceanográfica. A la vuelta de la campaña aprobé la oposición y me incorporé al Laboratorio de Baleares del IEO. Tenía 22 años, y fui la primera mujer contratada por la institución. Pero mi inquietud y mi deseo de saber era grande. De Baleares me trasladé a Málaga, donde publiqué en el Boletín de Pescas del IEO el primer artículo científico en el ámbito marino que firmaba una mujer en España. En este artículo alertaba del agotamiento de los caladeros de especies muy abundantes hacía unos años, por la falta de una regulación de la pesca y el hecho de que no se respetaba la veda. En diciembre de 1923 regresé a la sede central del IEO en Madrid, y volví a vivir en la Residencia de Señoritas, pero esta vez como profesora de Zoología, Biología, Geología y Mineralogía; también asistí a un curso en la Sorbona, y trabajé unos meses en la Estación Biológica de Roscoff, situada en la Bretaña francesa. Incluso pasé un año (en 1926) en la Universidad de Columbia donde cursé estudios de Geografía Física de la Atmósfera y los Océanos, colaboré en trabajos de investigación, y participé en los seminarios del Geological Journal Club. Cuando volví a España, retomé mi activismo político y mi activismo por la igualdad de derechos de la mujer, desde 1924 era vicepresidenta de la Asociación Universitaria Femenina

Siguieron unos años que, tanto en el terreno político como en el profesional, fueron muy convulsos. Yo siempre fui una mujer luchadora y crítica, y ya se sabe que cuando una mujer es crítica y combativa, se la califica habitualmente como “conflictiva”; yo no era conflictiva, me limité a poner en evidencia los errores metodológicos en las instrucciones que me dieron en mi departamento, a rediseñar el plan de trabajo y a hacer el mío de forma concienzuda, tal como destaqué en mi informe: en 45 días de trabajo anoté 208 operaciones en el libro de registros del laboratorio, mientras que en los 4 años y medio previos se habían registrado 345. Esto me acarreó problemas en el Oceanográfico y la instrucción de un expediente injusto que mermó mi honorabilidad profesional frente a mis superiores y compañeros. Este fue el origen de mi primera batalla legal, que comenzó en 1932 y duró hasta 1934, cuando fui confirmada en mi cargo de ayudante del Departamento de Oceanografía, confirmación que se solapó con la resolución en mi contra del expediente disciplinario y el comienzo de lo que sería mi segunda batalla legal en el IEO. Mientras tanto estuve trabajando como profesora, ocupación que siempre me gustó. Finalmente llegó el juicio, y quedó demostrado que el expediente al que me sometieron no estuvo bien fundamentado ni fue justo. El juez resaltó en su resolución las contradicciones de mis acusadores y quedé absuelta de todos los cargos. A finales de 1934 me reincorporé al IEO, hasta que se declaró la Guerra Civil y los sublevados fusilaron a mi hermano José −militante republicano, como yo, aunque por entonces ya no ejercía en política− en Toledo. Con el triunfo del Frente Popular entré a formar parte de la nueva junta directiva de la Sociedad Geográfica Nacional y en mayo de 1938, por orden directa del ministro de Defensa Nacional Juan Negrín, fui destituida de mi cargo en el IEO sin explicaciones. En septiembre de ese mismo año me nombraron profesora de Ciencias en Ciudad Libre (así llamábamos a Ciudad Real), una de las últimas ciudades republicanas.

Cuando acabó la Guerra me ordenaron volver a Madrid y presentarme ante el Ministerio de Marina, y me comunicaron mi cese definitivo por considerarme “de ideas izquierdistas, por haber pertenecido al Partido Radical-Socialista desde su fundación, haber tomado parte en las deliberaciones y debates del Congreso del Partido y, al producirse el Alzamiento, continuar haciendo manifestaciones de la misma ideología y, en relación con los dirigentes del Frente Popular, haber recibido diferentes cargos, predominantemente culturales”.

Sobreviví a la Guerra, suerte que no corrió mi hermano, pero perdí la batalla contra la barbarie, mi carrera como científica y mi lucha por la igualdad de derechos quedaron truncadas para siempre. Traté de rehacer mi vida en Madrid. Me gané la vida como pude, dando clases en una academia privada, y cuidé de mi madre hasta que falleció.

Luisa de Medrano

Luisa de Medrano

Tenía cuarenta años recién cumplidos cuando se pierde mi pista. Desaparecí sin hacer ruido, un día indeterminado, de un año incierto, 1527 por ejemplo. Las estrellas fugaces tienen una vida breve.

Me llamaba Luisa de Medrano Bravo de Laguna Cienfuegos, aunque algunos se empeñen en llamarme Lucía. Nací en Atienza, en 1484. Mi padre fue Diego López de Medrano, señor de San Gregorio, y mi madre Magdalena Bravo de Laguna, del linaje de los Salvadores de Berlanga de Duero. Cuando mi padre y mi abuelo murieron en la batalla de Gibralfaro, yo tan solo tenía tres años. La reina Isabel se ocupó de mi madre, viuda, y de la educación de sus hijas e hijos. Gracias a la reina Isabel, no solo yo y mis hermanas, sino sus propias hijas, y otras mujeres a las que promocionó y avaló (Beatriz Galindo, Francisca de Nebrija, Álvara de Alba …) pudimos estudiar, e incluso enseñar, algo de lo que las mujeres estaban excluidas en Europa. Yo fui poeta, filósofa, latinista, pensadora… y profesora de Gramática en la Universidad de Salamanca, en cuyas clases sustituí a mi maestro y protector, Elio Antonio de Nebrija, antes de obtener la Cátedra. El nombramiento me fue dado por el Rector Don Pedro Torres en 1513, aunque no eran pocos los que nos negaban a las mujeres el derecho a enseñar o a recibir enseñanza. Entre ellos Luis Vives y Fray Luis de León, para los que “mujer” era sinónimo de incapacidad, caducidad e inconstancia.

En el año 1514 Lucio Marineo Sículo, humanista e historiador siciliano, que también fue profesor en Salamanca, escribió largamente sobre mi persona, en términos harto elogiosos y admirativos, en su Opus Epistolarum: Te debe España entera mucho, pues con las glorias de tu nombre y de tu erudición la ilustras. Yo también, niña dignísima, te soy deudor de algo que nunca te sabré pagar. Puesto que a las Musas, ni a las Sibilas, no envidio; ni a los Vates, ni a las Pitonisas. Ahora ya me es fácil creer lo que antes dudaba, que fueron muy elocuentes las hijas de Lelio y Hortensio, en Roma; las de Stesícoro, en Sicilia, y otras mujeres más. Ahora es cuando me he convencido de que a las mujeres, Natura no negó ingenio, pues en nuestro tiempo, a través de ti, puede ser comprobado, que en las letras y elocuencia has levantado bien alta la cabeza por encima de los hombres […]. Gracias a él no se ha perdido mi memoria. También escribió sobre mí en el ultimo capítulo de su obra De Rebus Hispaniae Memorabilibus, que se publicó en 1530 (yo ya había fallecido por entonces), y se tradujo al castellano como De las cosas memorables de España. Este libro se reeditó en 1533, reedición en la que ese ultimo capítulo fue eliminado por real decreto; y además, según escribió el propio Sículo, tuvo que retirar del volumen la mención de no pocas mujeres dignas de ser recordadas por prohibición expresa del rey Carlos, el mismo que mantuvo encerrada a su madre −una mujer culta y muy preparada, como todas las hijas de la reina Isabel, que ha pasado a la historia como la loca− para evitar que le disputara el trono. Mi familia y yo defendimos a la reina Juana contra la tiranía y el abuso de poder de Carlos. Esta defensa le costó la vida a mi primo, el comunero Juan Bravo, de los Bravo de Laguna, de Atienza.

La ausencia de mi nombre en el Archivo Universitario de Salamanca, ha dado argumentos a los que sostienen que mi biografía no es cierta, pero de todos es sabido que, tras la muerte de la Reina Isabel muchos documentos del archivo universitario fueron destruidos y quemados por la Inquisición. Mi obra poética y filosófica también se perdió. Por eso, y por la voluntad de anularme, de anular mi legado, mi historia se olvidó en los únicos siglos en los que podría haberse recuperado. Afortunadamente las palabras de Lucio Marineo Sículo, se han mantenido con el paso del tiempo y han quedado para las generaciones venideras: Te debe España entera mucho, pues con las glorias de tu nombre y de tu erudición la ilustras.

Qiū Jǐn (秋瑾)

Qiū Jǐn (秋瑾)

El 15 de julio de 1907 fui decapitada públicamente en mi pueblo natal, Shanyin, a la edad de 31 años. Unos días antes me habían detenido en la escuela para niñas de la que era directora. Los esbirros del ejército imperial me torturaron, pero me negué a hablar. Mis últimas palabras escritas, mi poema de la muerte, comienzan jugando con el sentido del ideograma de mi nombre, y en él lamento la revolución fallida que nunca llegaré a ver: «秋風 秋雨 愁 煞人» («Viento de otoño, lluvia de otoño: hacen morir de dolor»).

Nací en 1875, en una familia culta y adinerada. Mi madre tenía una buena educación y se aseguró de que yo me formara y estudiara. Ya desde niña escribía poesía, estaba fascinada por las heroínas guerreras chinas, como Hua Mulan, pero a pesar de lo mucho que mi familia me apoyaba, me vendaron los pies, me obligaron a aprender a bordar y —lo peor de todo para mí— a someterme a un matrimonio concertado. Me casé a los 21 años, tarde para la época, con el hijo de un rico comerciante de Hunan, un hombre con el que no tenía nada en común, ni gustos, ni inquietudes, ni aspiraciones. Yo ya comenzaba a interesarme en la política de mi país y a enfrentarme a la sociedad patriarcal. Desafié abiertamente, con ferocidad, las normas de género y de clase del confucionismo al quitarme las vendas de los pies, beber vino, vestirme con ropas masculinas, y aprender a manejar espadas… No fue fácil para mí, tuve dudas y conatos de arrepentimiento, pero en 1903 abandoné a mi familia (dejé atrás a mis dos hijos) para irme a estudiar a Japón. En 1906 regresé a China con la determinación de luchar por la causa de las mujeres y derrocar al gobierno manchú. Fundé la “Revista de las Mujeres Chinas”, en la que intentaba usar un lenguaje coloquial para llegar a un público más extenso, con temas como la crueldad del vendaje de pies y los matrimonios arreglados. También aprendí a fabricar bombas. Me incorporé a una organización clandestina, que tenía como objetivo acabar con la dinastía Qing, pero a principios de julio de 1907 la revolución fracasó, y a mí me detuvieron, me torturaron y me ejecutaron. Aunque sea recordada sobre todo como revolucionaria y feminista, nunca, ni en los últimos instantes de mi vida, dejé de escribir poemas.

Sofía Kovalevskaya

Sofía Kovalevskaya

De mí sí se puede decir con propiedad que estoy en la cara oculta de la luna, donde un cráter de impacto lleva mi nombre. Solo tenía cuarenta y un años, cuando a comienzos de 1891 fallecí en Estocolmo a causa de una neumonía.

Nací en Moscú, en 1850, en una familia ilustrada, donde el ambiente cultural y científico era inmejorable; a pesar de ello tuve dificultades para estudiar, aprender y desarrollar mi vocación, que estaba clara desde niña: amaba la poesía y las matemáticas, dos caras de la misma moneda. En la adolescencia me comprometí con las ideas socialistas y feministas de mi hermana, Anna Jaclard. A los 18 años me casé con Vladimir Kovalevski, un paleontólogo nihilista, como yo; un hombre liberal y comprometido políticamente, que se prestó a un matrimonio «oficial» para ayudarme a salir de Rusia, que no daba pasaportes a las mujeres solteras, y yo quería viajar para ir a estudiar a Alemania (donde tuve que recibir clases particulares, porque la Universidad no permitía la formación de mujeres). El más importante de mis trabajos aportó una nueva solución al problema de la rotación de cuerpo sólido en torno a un punto fijo, problema tan difícil que la Academia de Ciencias de Berlín había propuesto un premio hacia 1850 sin obtener ningún resultado, hasta que yo conseguí resolverlo. Con 19 años viajé a Londres, con mi marido, que era traductor de Darwin al ruso. Allí conocí a Darwin, a Huxley, a la novelista George Elliot y al filósofo Herbert Spencer con quien entablé un debate sobre la capacidad de abstracción de la mujer. En Alemania tuve que presentar tres tesis para conseguir el doctorado: dos memorias sobre matemáticas y una sobre astronomía. Hubo que buscar una universidad que aceptase doctorar a una mujer, por más que, como mi profesor decía, cada uno de estos tres trabajos hubiera bastado por sí solo como tesis doctoral; lo conseguí con la condición de no pasar el examen oral, o sea, me doctoré in absentia. A los 21 años viajé a París con mi hermana Anna, para apoyar a la Comuna. Después de conseguir el doctorado, mi marido (que se involucró en varios negocios absolutamente ruinosos) y yo regresamos a Rusia, pero allí no hubo modo de ejercer mi oficio de matemática ni de convalidar mi título. Por entonces, lo que había sido un matrimonio “arreglado de común acuerdo” sin intercambio amoroso, se fue transformando en un matrimonio real. Yo no sé si por amor o por costumbre, terminamos compartiendo el lecho y las caricias, y tuvimos una hija. Pero, a pesar del cariño y la amistad, las desavenencias eran continuas; a finales de 1881 dejé a mi esposo, que se había enredado en otro ruinoso negocio petrolero, y me mudé a París con mi hijita. En 1882 ya había conocido a los matemáticos franceses más importantes y en julio fui aceptada en la Sociedad Matemática de París. Entonces recibí la terrible noticia del suicidio de mi marido en abril de 1883, que me afectó profundamente. A fines de ese año viajé a Estocolmo, donde obtuve trabajo como profesora en la Universidad, lo que fue muy criticado, hasta el punto que el dramaturgo August Strindberg describió en un periódico mi contrato como: “fenómeno perjudicial y desagradable, e incluso se podría llamar monstruoso”. Siempre me gustó escribir, lo primero que publiqué fueron Recuerdos de mi infancia; colaboré con mi querida Anne Charlotte Leffler en varias piezas teatrales; también publiqué una novela parcialmente autobiográfica: Una nihilista.

Frances Ellen Watkins Harper

Frances Ellen Watkins Harper

A finales de febrero de 1911 mi corazón, después de 86 años, ya no pudo seguir latiendo. Entonces Gerda Taro era tan solo un bebé de siete meses. Yo había nacido en Baltimore, Maryland, en 1825. Fui hija única de padres libres, pero me quedé huérfana muy niña. Me eduqué en la Academia Watkins para Jóvenes Negros, que dirigía mi tío, el Reverendo William Watkins, activista y abolicionista, que influyó enormemente en mi vida y en mis convicciones. Aunque yo fui afortunada, la vida era dura para los negros, con la Ley de Esclavos Fugitivos en vigor. Yo ayudé a escapar a los esclavos que huían a Canadá en el ferrocarril subterráneo, a pesar de que eso podía acarrear incluso la pena de muerte. Pero tuve que escapar de Baltimore, y me instalé primero en Ohio, y luego en Pensilvania, donde me dediqué a la enseñanza. En 1858 me negué a viajar en la sección “para gente de color” de un tranvía, en Filadelfia (97 años antes que Rosa Parks, aunque esto no lo cuentan los libros de historia). Empecé a publicar muy jovencita, primero fueron artículos contra la esclavitud, luego varios libros de poemas, y en 1859 el relato Las dos ofertas, lo que me convirtió en la primera mujer negra en publicar un cuento en una revista. Nosotras, las mujeres de mi raza, tuvimos que luchar por partida doble, por ser mujeres y por ser negras, y nuestra lucha nunca se menciona en los libros, pero éramos muchas… ¿Sabes que en los mítines y reuniones de las sufragistas teníamos que ponernos en un lugar aparte? Las negras al fondo, separadas de las blancas. Por eso, en la Convención Nacional de los Derechos de la Mujer, en 1866, me rebelé y subí al estrado exigiendo la igualdad de derechos para todos, incluidas las mujeres negras, y es que en esta sociedad que pisotea y aplasta a los débiles, si hay alguna clase de personas que necesitan ser liberadas de su soberbia y su egoísmo, son las mujeres blancas de América. Con mi discurso conseguí que la Convención Nacional de los Derechos de la Mujer acordara crear la Asociación Estadounidense por la Igualdad de Derechos, que incorporó a la reivindicación del sufragio femenino la del sufragio afroamericano.