La peste ha comenzado a extenderse por Sevilla en los inicios de este mes de noviembre de 1646 y yo me he contagiado. La pasada primavera fue muy lluviosa, barrios enteros de la ciudad se inundaron, en particular la Alameda de Hércules, por la que hubo que circular en barcas. La ciudad ha estado desbastecida, y los precios han subido de una forma tan desproporcionada que la gente está pasando verdadera hambre, y, por si esto fuera poco, los barcos que llegan de África y de las Indias han traído la peste. La peste que −aún no lo sabemos− va a durar años; la peste que matará a casi la mitad de los habitantes de la ciudad; la peste, una calentura maligna que llena el cuerpo de manchas, forúnculos y purulencia y el alma de desvaríos, temores, cansancio y tristeza; la peste que trae la sed, los vómitos, el frío en el exterior y el fuego interno; la peste, que termina por asaltar el corazón y destruirlo; la peste, bestia terrible que arrasa ciudades y no perdona a niño o viejo. En esta húmeda cama del Hospital de la plaza de La Rabeta, soy consciente de que voy a morir. Yo no soy niña, ni siquiera joven, pero tampoco vieja. Siempre es demasiado pronto para morir, demasiado pronto, y yo tengo aún tanto que decir, tanto que escribir…
Me bautizaron cuando tenía once años. Mi inscripción bautismal en la iglesia del Sagrario, en Granada, dice: ≪En seis dias del mes de octubre de mil seiscientos y uno bauticé a ana maria sclava de Gabriel Mallen. Era adulta≫. Nunca sabréis mi nombre anterior. Nunca lo diré. Nunca nadie lo dirá. Porque fui morisca y fui esclava y esa parte de la historia nadie la cuenta, porque parece que aquello de lo que no se habla no ha existido, pero sí existió, sí ocurrió, y si en mi caso me acompañó la suerte, sabed que miles de niños y niñas, hijos e hijas de los moriscos ajusticiados o enviados a galeras, sufrieron abusos sin nombre.
En 1568, en Granada, los moriscos se rebelaron en protesta contra la Pragmática Sanción de 1567, que limitaba sus libertades culturales. Cuando, tras varios años de lucha, el poder derrotó a los sublevados, muchos fueron ejecutados (incluidas mujeres), otros apresados y enviados a galeras, familias enteras separadas, y miles fueron vendidos como esclavos. Para establecer las sentencias, la mayoría de edad penal se situó para los varones en los diez años y medio, y para las mujeres en los nueve años y medio, por eso a los once años de edad se me consideraba ≪adulta≫. A los niños y las niñas nos vendieron como esclavos para ser cristianizados por los compradores. No nos distinguíamos de los otros andaluces por nuestros rasgos o por nuestro color de piel como los esclavos africanos. El termino morisco (o mudéjar) no tenía relación con la raza sino con la cultura, la lengua y las creencias religiosas.
Como he dicho yo tuve suerte, un buen hombre, Gabriel Caro de Mallen, procurador de la Real Audiencia de Granada, me recogió, me quiso y me cuidó como un padre. Cuando, en 1596, se casó con Ana María Torres pasé a formar parte de la familia Caro de Mallén Torres. El proceso de prohijamiento −así se conocía la adopción− no fue fácil. No todo el mundo podia ≪prohijar≫, la ley estipulaba que el adoptante debía ser varón, y tener, como mínimo, dieciocho años más que el prohijado. Por otro lado, el adoptante tenía obligación de demostrar que podía tener hijos biológicos propios, así que tuvimos que esperar hasta que en 1600 nació mi hermano Juan. Me bautizaron Ana María, por mi madre, por mi amada madre a quien siempre amé y que tan pronto me faltó. También amé a mi padre −que volvió a casarse tras la muerte de mi madre−, y a mis hermanos, siempre agradecí todo lo que me dieron, siempre agradecí la mujer que hicieron de mí. Porque gracias a ellos disfruté de una sólida formación. Y gracias a mi preparación, a mi talento y a mi capacidad de estudio, pude valerme por mí misma y desenvolverme como dramaturga, como escritora y como mujer en el seno de una sociedad fuertemente patriarcal.
Fue en Sevilla, ciudad a la que la familia se trasladó, donde inicié mi carrera literaria. Por mi cultura fui muy apreciada dentro de los círculos de la nobleza sevillana cercana al Conde-Duque de Olivares, y llegué a tener una buena amistad con la Condesa de Salvatierra. Estos contactos me permitieron ganarme la vida con la escritura —especialmente por encargos oficiales— demostrando cómo el mecenazgo compartía espacio con el pujante mercado editorial. Viajé a Madrid, donde conviví durante un tiempo con la novelista María de Zayas. Mi talento fue reconocido por mis colegas masculinos, de hecho, Luis Vélez de Guevara me mencionó en El diablo cojuelo con el apelativo de «décima musa sevillana».
Después de mi muerte quemarán mi obra escrita junto con todas mis pertenencias, tan solo se conservarán algunos poemas, algunas Relaciones (crónicas) y dos obras de teatro. En los retazos de lo que fue una gran producción literaria puede vislumbrarse la amplitud de mis conocimientos clásicos, mitológicos e históricos.
En mi obra se aprecia una ironía sutil y un gran cariño por los personajes más humildes; no solo otorgo un importante papel a los personajes femeninos, también dejo constancia de las contradicciones de la sociedad de mi época, contradicciones que me tocó vivir en primera persona, contradicciones de las que fui muy consciente y que afronté con un coraje que continuará resonando en el futuro, gracias al impacto que supuso la representación de figuras femeninas capaces de elegir, de tomar sus propias decisiones y de llevar las riendas de su propia vida.