Beatriz, condesa de Día

Beatriz, condesa de Día

A punto de morir, a mis 72 años, he vivido mi tiempo con toda la intensidad de mi temperamento poético y exaltado. He amado. He sido una gran domna que ha sabido cantar al amor −en mi lengua amor es femenino−. Mi poesía está repleta de amor, sin más, porque yo −como todas las trobairitz− he cantado al concepto femenino universal del amor, mientras nuestros colegas masculinos, en cambio, han cantado al rígido concepto de la fin’amor. Por eso he amado a mis amantes como a mis iguales, como a mis amigos, nunca como a mis señores. Y he despreciado por traidores a aquellos que se declararon mis servidores y luego pretendieron ser mis amos. Yo he sido la única señora y domna de mi vida y de mis actos, la autora de mis poemas, mis canciones y mis trovas, que en el futuro cantarán los niños en mi vieja y hermosa lengua, mi lengua occitana. Cuando todos hayan olvidado mi lengua y mi cultura cátara, quedará mi canción, nadie podrá arrebatarme mi canción.

Pero ahora voy a morir, aquí, en Provenza, donde, en este año 1212, otra trobairitz, Garsenda de Forcalquier, está a punto de tomar bajo su mando el destino del condado, uno de los más poderosos de Occitania. Garsenda, la única heredera del condado de Forcalquier, se casó muy joven con el conde Alfonso de Provenza y quedó viuda en 1209, el mismo año en que comenzó la invasión francesa, camuflada de cruzada contra los cátaros, para acabar con la independencia occitana.

En el año 1140, cuando nací, Occitania florecía. Prácticamente no había siervos. Cada agricultor podía obtener tierras y cada ciudadano podía convertirse en caballero. Las mujeres podíamos heredar propiedades, comerciar, formarnos, estudiar, y expresar nuestras opiniones. Los condes compartían el poder con cónsules libremente elegidos. La Iglesia Cátara −que permitía a las mujeres recibir la ordenación espiritual y predicar− no exigía diezmos, mientras que la Iglesia Católica exigía una octava parte de la cosecha de cereales, lo que, junto a la ostentación del clero, la hacía despreciable a nuestros ojos.

Aunque yo sea la más conocida, no era, ni mucho menos, la única. Estaba Tibors de Sarenom, la mayor de nosotras, amable y sabia; la culta y educada Azalais de Porcairagues, que vino de Montpellier; Bieiris de Roman, enamorada de Na María; la misteriosa e inteligente Alamanda de Castelnau; Guilelma de Rosers, la másprofesional; Almodís de Caseneuve, que mantuvo un hermoso intercambio de poemas con su vecina Iseut de Capio; Caudairenga, cuyo marido, Raimon de Miraval, la repudió «porque sabe bien hacer coplas y danzas» y «basta con un trovador en una casa», ella sin rechistar se fue a vivir a casa de su amante y se libró para siempre de Raimon, que más tarde quiso volver con ella −porque ninguna mujer quería ser la domna de un hombre tan despreciable−; la erudita Azalaïs d’Altier; la bella Lombarda, una de las pocas mujeres que escribió en trobar clus; María de Ventadorn, no solamente una gran trobairitz, también una de las domnas más cantadas de toda la lírica trovadoresca; la exótica Ysabella, tan necesitada de amar y ser amada… y tantas otras…

Por suerte para mí no viviré para ver la caída de Montségur, en 1244, fecha que va a suponer el fin de nuestra cultura y nuestras costumbres. La mayor parte de mis compañeras tendrán que emigrar a Italia a consecuencia de las guerras albigenses. Muy pocos cancioneros de origen occitano van a llegar hasta las generaciones futuras. La existencia misma de las trobairitz se pondrá en duda.

Lucía Sánchez Saornil 

Lucía Sánchez Saornil 

Pero… ¿es verdad que la esperanza ha muerto?*

Este cáncer de pecho va a acabar conmigo en este segundo día de junio de 1970. Hace cuatro meses que falleció mi querida hermana; a mi lado está Mery −América Barroso− el amor de mi vida, mi compañera inseparable, que también está muriendo de pena.  

Nací el 13 de diciembre de 1895 en Madrid en una familia obrera. Mi madre falleció cuando yo sólo tenía doce años, y a esa edad tuve que hacerme cargo de la casa y de mi hermana menor, Concha, que siempre tuvo una salud muy delicada. Estudié en un colegio para huérfanos, y cuando ya estaba trabajando −en Telefónica−, como tenía tantas ganas de estudiar y de aprender, acudí como libre oyente a las clases en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Fue entonces cuando empecé a interesarme por las vanguardias artísticas y me adherí al movimiento ultraísta. Titulé mi primer poema vanguardista «Cuatro Vientos», y lo publiqué con seudónimo masculino, en 1919, en él utilizaba la tipografía y rompía con la estética y los estereotipos de la poesía tradicional. «Hora» fue el primer poema que publiqué sin seudónimo, y en él suprimí totalmente los signos de puntuación. Mis poemas más vanguardistas se publicaron en la revista Ultra a lo largo de 1921; en ellos empleaba imágenes inconexas, frases inconclusas y motivos de la vida urbana… Fui la única mujer que formó parte del grupo, y también la única que no procedía de una familia burguesa; al cabo de unos años empecé a dudar de la raíz subversiva de los poetas ultraístas, que −tal como estaba en aquel momento la situación política en España− se limitaba a la renovación del hecho artístico y literario desde un punto de vista formal… para mí el paso del purismo estético al compromiso político era inevitable.

Mis ideas anarcosindicalistas y mi conciencia social me llevaron a participar en diversos conflictos en Telefónica y finalmente fui despedida de la empresa. En 1927 empecé a colaborar con mis artículos en varios periódicos anarquistas, y en 1933 me hice cargo de la secretaría de redacción del periódico CNT.

También aquí encontré contradicciones: aunque en teoría la alternativa anarquista a la familia convencional, el amor libre, supone el establecimiento de relaciones sentimentales entre personas con los mismos derechos, en la práctica no era así; el anarcosindicalismo también nos dejaba a las mujeres en un segundo plano. Opino que es imposible separar la lucha contra el capitalismo de la lucha contra el patriarcado, por eso, en 1936, junto a Mercedes Comaposada y Amparo Poch, fundé la organización feminista y anarquista Mujeres Libres, y me dediqué a ella en cuerpo y alma. Editamos la revista Mujeres Libres. El primer número salió el 20 de mayo de 1936 y se agotó inmediatamente. Publicamos 14 números. Moriré convencida de que todo se ha perdido y no queda ni un ejemplar.

En la primavera de 1937 fui enviada por la CNT a Valencia como redactora jefa del semanario gráfico Umbral. Allí conocí a Mery, el amor de mi vida, mi compañera hasta la muerte. A finales de año viajamos juntas a Barcelona, donde dejé de colaborar en Umbral para dedicarme por entero a Mujeres Libres.

Tras la derrota vinieron tiempos duros, Mery y yo fuimos a los campos de refugiados de Francia, y de allí a París, hasta que pudimos regresar a España de manera clandestina y llegamos a Madrid, donde intentamos retomar Mujeres Libres con las hermanas Lobo, Carmen y Visitación, pero fracasamos. En Madrid me reconocieron por la calle y decidimos mudarnos a toda prisa a Valencia para vivir una vida furtiva hasta 1954… no podéis imaginar lo que suponía en aquellos años no disponer de cartilla de racionamiento. Retomé la pintura de mis primeros años, convirtiéndola en mi oficio y la poesía, que nunca abandoné, aunque no volví a publicar.

Ahora, al final de mi vida siento un dolor infinito ante la proximidad de la muerte; veo mi sueño de igualdad y justicia, de un mundo de mujeres y hombres libres, tan lejano… A veces quisiera poder creer en ese dios misericordioso que consuela a los creyentes, porque todas mis ilusiones, toda mi vida, mi obra, mi lucha, mi juventud pasional y remota, no pueden perderse en la nada, diluirse en el vacío, quisiera creer en la existencia de un más allá más justo y reparador, pero sospecho que esas ideas son tan sólo autoengaños ante la cercanía de este fin que me dispongo a afrontar con serenidad, aunque con mucha −inmensa− tristeza, y es que me gusta tanto vivir…

*Frase que América Barroso hizo inscribir en la lápida de Lucía Sánchez Saornil. Es el primer verso de uno de los dos Sonetos de la desesperanza, que la poeta escribió al final de su vida.

Victorine Meurent  

Victorine Meurent  

No moriré joven y borracha, otra de las mentiras que han contado sobre mí. Voy a morir con 83 años, el 17 de marzo de 1927, en la casa que comparto con mi compañera Marie Dufour −que no es una acomodadora del teatro, otra mentira, sino una gran pianista−. Marie me sobrevivirá tres años y cuando ella muera quemarán en una hoguera todas nuestras pertenencias, incluidas mi guitarra y mis cuadros… ay mi guitarra… ay mis cuadros…

Nací en París, en 1844, mi padre era grabador y un tío mío retratista, desde niña empecé a interesarme por el arte. A los dieciséis años comencé a trabajar como modelo en el estudio del pintor Tomas Couture. Se ha dicho que fui una puta, una borracha, la amante de Stevens, de Manet, de Degas… de todos ellos… Tantas mentiras… Todos creen saberlo todo sobre mí y nadie sabe nada. No he sido solo la protagonista de los cuadros de Manet −pero no su amante, que él murió a los 51 años de sífilis y yo no voy a morir hasta 44 años después ¿en qué cabeza cabe que tuvimos una relación? − no soy Olimpia, ni soy la cortesana del Almuerzo en la hierba… yo soy una artista por derecho propio.

Mientras posaba para los pintores aprendía sus técnicas y asistía a clases nocturnas de pintura en el estudio del pintor Étienne Leroy. Finalmente conseguí exponer mi Autorretrato en el Salón de París de 1976. Por entonces conocí a Marie Pellegrin. Estábamos destinadas a amarnos, éramos tan parecidas en juventud, descaro, belleza… fue una época hermosa…

La segunda vez que expuse en el Salón, en 1879, llevé mi obra Une bourgeoise de Nuremberg au XVIe siècle que fue muy alabada, pero hoy ha desaparecido, como la mayoría de mis cuadros. Ya me había distanciado de Manet y de los otros, no era bienvenida en el círculo por mi relación con Marie Pellegrin. Nuestra amistad íntima se convirtió en la comidilla de todo París y en objeto de desagradables cotilleos.

Expuse en el Salón seis veces, aunque tuve que seguir modelando para ganarme la vida durante la década de 1880 para Norbert Goeneutte y Toulouse-Lautrec entre otros. En 1903 entré a formar parte de la Société des Artistes Français, una prueba de reconocimiento oficial que me sirvió de poco. Solo conseguí malvivir de mi arte especializándome en pintar animales de compañía, un género popular en mi época entre la burguesía. Vivir del arte no era fácil. Por eso compaginaba la pintura dando clases de guitarra, la música también se me daba bien. En los malos tiempos llegué incluso a pedir ayuda a la viuda de Manet, que me había prometido una parte de los beneficios de la venta de sus obras en la época en que le servía de modelo. Le conté mis problemas en una carta, pero nunca recibí respuesta.

Ya era mayor cuando conocí a Marie Dufour, pianista y profesora de piano, el amor de mi vida. Convivimos veinte años, desde entonces hasta el final de nuestras vidas. Gracias a un préstamo de Toulouse Lautrec nos mudamos juntas a una casa en el suburbio parisino de Columbes.

Como artista no solo fui injustamente olvidada, también fui vilipendiada e insultada. A pesar de que pasé la mayor parte de mi vida pintando y solo una pequeña parte modelando, solo se conservan tres cuadros de mi autoría, el resto se ha perdido. Eso sí, mi cuerpo se os muestra con insolencia, y mi mirada os observa con descaro desde las paredes de los más importantes museos del mundo.

Rosalind Elsie Franklin

Rosalind Elsie Franklin

¿cómo sabes que Él no es Ella?

Cuando, a mediados de 1956, empezó a inflamárseme el vientre mi médico comentó: «no estás embarazada», y yo le respondí: «ojalá lo estuviera». Me operaron de urgencia y descubrieron tumores en mi abdomen. A la vez que seguía el tratamiento contra el cáncer que me devoraba las entrañas continué investigando sobre la composición molecular de los virus. Por estas investigaciones, mi compañero Aaron Klug ganará en el futuro el Premio Nobel de Química. Pero en 1957 mi muerte se acerca inexorable y yo hago testamento: dejo a Aaron como mi principal beneficiario 3000 libras y mi coche. Fallezco en Chelsea, el 16 de abril de 1958, de bronconeumonía y carcinomatosis secundaria. Mi certificado de defunción dice: Científica, investigadora, soltera, hija de Ellis Arthur Franklin, banquero.

Nací el 25 de julio de 1920, en Londres, en una familia judía, aunque yo siempre me consideré agnóstica. Mi mente era demasiado inquisitiva para creer sin dudar. Fui escéptica desde niña, mi madre relataba que cuando intentó explicarme la existencia de Dios, le repliqué «Bueno, de cualquier manera, ¿cómo sabes que Él no es Ella?». Y es que siempre consideré que la ciencia y la vida diaria no pueden y no deberían ser separadas. Y sobre la existencia de un Creador… ¿Creador de qué?… No veo razón para creer que el creador del protoplasma o de la materia primigenia tenga alguna razón para sentir interés por nuestra insignificante especie en un pequeño rincón del universo.

Me encantaba viajar, el montañismo, y los idiomas. Desde que, en 1938, hice un viaje por Francia supe que podría permanecer allí para siempre; amé el país, su gente, su comida y su lenguaje.

Siempre fui progresista, feminista y sindicalista, expresé mis opiniones políticas y personales con convicción y sin temor, pero me reservé para mí mis sentimientos más íntimos y profundos. El único amor que reconocí fue el que me inspiró mi colega francés Jacques Mering, que tenía esposa y una amante. Mering también reconoció públicamente que mi «inteligencia y belleza» lo cautivaban.

En una época en que el acceso a la Universidad no era fácil para las mujeres yo fui química y cristalógrafa. Mis investigaciones con imágenes por difracción de rayos X fueron clave para revelar la estructura de los carbones y el grafito, así como del ARN y varios virus… En cuanto a la estructura del ADN… obtuve una imagen a la que llamé Fotografía 51, que tuvo un profundo impacto en los avances científicos de la genética. A la vez que anoté en mis cuadernos de trabajo apuntes sobre la estructura helicoidal de la molécula. Los investigadores que se basaron en mis trabajos recibieron el premio Nobel. Todos menos yo.

Mi colega en el laboratorio del King’s College, Wilkins, con el que yo tenía serias desavenencias −hasta el punto de que yo ya estaba haciendo gestiones para irme a trabajar en Birkbeck−, mostró la Fotografía 51 a Watson sin mi permiso. Hoy ya no cabe duda de que la información de mis experimentos fue utilizada por Watson y Crick para construir su modelo de ADN en 1953. Una vez completado el modelo, Crick y Watson invitaron a Wilkins a firmar como coautor del artículo en el que se describía la estructura.

Veinticinco años después, las primeras referencias claras a mi contribución en el descubrimiento de la estructura del ADN aparecieron en el libro La doble hélice de James Watson, aunque enterradas bajo valoraciones negativas: «Estaba decidida a no destacar sus atributos femeninos. Aunque era de rasgos enérgicos, no carecía de atractivo, y habría podido resultar muy guapa si hubiera mostrado el menor interés por vestir bien. Pero no lo hacía. Nunca llevaba los labios pintados para resaltar el contraste con su cabello liso y negro, y, a sus 31 años, todos sus vestidos mostraban una imaginación propia de empollonas adolescentes inglesas»y machistas: «el mejor lugar para una feminista es el laboratorio de otra persona». Unos años más tarde, Francis Crick escribió que en el King’s College de Londres había restricciones irritantes –yo no podía tomar café en la sala de profesores de la facultad porque estaba reservada para los hombres− pero que solo eran trivialidades. O sea, que para Watson y Crick yo solo era una «feminista que se quejaba de trivialidades». Pero su propuesta de estructura del ADN no hubiera podido existir, ya que sus investigaciones iban por otros derroteros, sin las imágenes tomadas con mi técnica de difracción de Rayos X y obtenidas por mí, la única persona en el mundo capaz de conseguirlas con una calidad tan extraordinaria.

Agustina González López

Agustina González López

La Zapatera

Juan Luis Trescastro Medina, que se jacta de haberle dado un par de tiros a Federico por maricón, se jactará mañana de haber acabado conmigo por puta. Apenas tengo cuarenta y cinco años; en el mismo Viznar, y ante los mismos que mataron a mi querido Federico, alzo los ojos al cielo y me amparo en la clemencia de las estrellas; qué brillo tan hermoso tienen esta noche, nunca las había visto tan bellas.

Nací en Granada, en 1891. Mi padre tenía una zapatería por lo que todos me llamaban ‘La zapatera’ Fui una revolucionaria, me vestí con ropa de hombre, entraba y salía sola cuando a las mujeres nos estaba prohibido todo. Fui feminista, anarquista, viajera, pintora y escritora de vanguardia, aunque en la Granada provinciana de mi época me tachaban de loca y de estrafalaria, pero solo era una mujer adelantada a mi tiempo, como se ha demostrado hoy. Mi vida fue insólita, doliente y fascinante. Y lo que es más importante: visionaria. Me inventé un lenguaje que cien años después ha sido tan bien acogido por los jóvenes, y por aquellos a los que les importa más el mensaje que cómo está escrito. Por lo pronto suprimí del alfabeto siete letras (c, h, qu, v, x, y, z) y así escribí mi opúsculo ‘La eskritura futurista’ sin ninguna de esas consonantes. Por esa época conocí a Federico, al que inspiré su obra de teatro La zapatera prodigiosa, y también el personaje de Amelia en La casa de Bernarda Alba; Amelia era el nombre con el que yo firmaba mis pinturas.

Yo misma me costeaba la edición de mis libros y los vendía en la zapatería de mi familia. Escribí tres ensayos y dos obras de teatro. En mi obra reflexionaba sobre un mundo sin fronteras, reclamaba la igualdad entre hombres y mujeres, exigía la dignificación de obreros y campesinos, proponía legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo… Lo que todos consideraban mi locura era su reflejo, el reflejo de la locura social y de la ignorancia que me rodeaba. Escogí aparecer como una demente ante los demás con tal de continuar siendo yo misma.

La sociedad que juzgaba mi comportamiento intolerable; mis aspiraciones de igualdad y progreso, inadmisibles; mi disidencia, inaceptable… la sociedad que censuró con dureza mi independencia y que me rechazó con insultos y burlas, me enterró en el olvido y en el silencio más absoluto. Solo ahora −cuando han pasado tantos años desde mi asesinato− algunas investigadoras, escritoras y artistas, están empezando a recuperar mi memoria.

Annemarie Schwarzenbach

Annemarie Schwarzenbach

Un bello ángel devastado

El 6 de septiembre de 1942 una amiga me prestó su bicicleta, y me lancé cuesta abajo, a tumba abierta, soltando las manos del manillar… La rueda tropezó y salí despedida. Mi cabeza se estrelló contra una piedra. Cuando desperté no podía hablar, no recuperé la lucidez en las diez semanas que precedieron a mi muerte. Mi madre y mi abuela quemaron mis papeles, los diarios donde plasmé mis obsesiones y mis miedos, los manuscritos que no había publicado, las cartas de los Mann, de Carson McCullers, de mi marido Claude… y lo hicieron el mismo día de mi muerte, como si quisieran callarme para siempre.

Casi lo consiguieron. Mi nombre acabó siendo una nota en la novela Reflejos en un ojo dorado, que Carson McCullers me dedicó. Los libros que publiqué −y los pocos manuscritos que no fueron destruidos− permanecieron en el olvido hasta que los rescató un estudioso suizo, cuarenta años después.

Solo vivo cuando escribo. Cuando no escribo soy nadie. No existo. Cuando no escribo mi alma no tiene paz, ni descanso. Busco el placer compulsivamente, pero el placer es efímero, bebo, fumo, me drogo, follo, conduzco, viajo, me muevo, huyo hacia adelante −o hacia dónde sea−, huyo, huyo… Tal vez no haya aprendido muchas cosas nuevas, pero lo he visto todo, lo he experimentado todo en carne propia. No soy comedida, quiero lo único todos los días.

Nací en Zúrich, Suiza, en 1908. Mi familia era muy rica. Me educaron en casa con institutrices. Mi madre era nieta del canciller Von Bismarck, tenía simpatías por el partido nazi, y una relación amorosa −tolerada por mi padre− con la cantante de ópera Emmy Krüger. Su carácter era muy dominante, por lo que chocábamos continuamente, además yo, en contra de toda mi familia, era radicalmente antifascista. Las peleas y discusiones en casa fueron constantes.

Mi viaje personal comenzó cuando me matriculé en Historia y Literatura en la Universidad de Zurich. Por mi físico y mi forma de vestir, siempre con ropas masculinas, era atractiva tanto para los chicos como para las chicas, y disfruté esa ambigüedad. A los 23 años me doctoré en Historia y publiqué mi primera novela El círculo de Bernhard.

Me trasladé a Berlín, cuya vida nocturna era la más intensa de Europa. Me sumergí en ese ambiente perturbador. Frecuenté los bares y los clubes, disfruté del sexo y la belleza. Trabé una buena amistad con Erika y Klaus, los hijos del novelista Thomas Mann, que fue quien me describió con la frase: «un bello ángel devastado». Me enamoré de Erika, que no me correspondió −ella estaba enamorada de la actriz Therese Giehsen y a mí me veía como a una hermana pequeña−, me hice amiga inseparable de Klaus, con quien comencé a juguetear con las drogas. La amistad que me unió a Erika y Klaus Mann perduró hasta el día de mi muerte.

Conocí a Mopsa Sternheim a la vuelta de un viaje a Escandinavia, donde me envió la agencia Akademia para unos reportajes. Mopsa consumía drogas como si fueran caramelos, con ella me enganché a la morfina.

Viajé a España con Marianne Breslauer en 1933. Marianne me hizo mi retrato preferido, supo fijar “Die dunkle Seite”, el lado oscuro, la cara tenebrosa de mi alma. Es un retrato que destila poesía oscura y emoción contenida, una imagen que devuelve mi mirada herida por una insondable desesperanza. Marianne también me comparó entonces con un ángel: eres la imagen que tengo del arcángel Gabriel en el Paraíso. Cuando regresamos de España no pudimos publicar nuestro trabajo en Alemania, porque Marianne era judía. También Erika y Klaus tuvieron que escapar de Alemania, y yo, junto a Klaus puse en marcha una revista de oposición a Hitler. Die Sammlung, que editábamos en Amsterdam.

El 12 de octubre de 1933 subí al Orient-Express, rumbo a Persia. Fue una revelación, los paisajes, las costumbres, la irrealidad de los desiertos a la luz de la luna. Bebí, me drogué, enfermé… por las noches acudía a los lugares más siniestros a los barrios más marginales, por las mañanas despertaba ebria de haschich y de sexo. No estaba preparada para enfrentarme a la yerma vastedad asiática, cuya inmensidad, espanto, conmovedor despliegue de colores y férreo poder de destrucción no lograba calibrar. A mi regreso a Europa, el Tercer Reich me negó la condición de residente.  Regresé a Persia un año después para trabajar en una cantera arqueológica. Entonces conocí a Claude Clarac en la embajada francesa de Teherán, unos meses después nos casamos. Nuestra vida era interesante, pero la realidad es que yo nunca serví para esposa de diplomático. La escritura y la droga continuaban acompañándome en mi día a día, hasta que en una recepción conocí a Yalé, la hija del embajador de Turquía. Su exótica belleza me cautivó. El brillo febril de sus ojos, su ardor… estaba enferma de tuberculosis y sabía que no viviría mucho. Nuestro amor fue corto y apasionado. Yalé escapaba de su casa para venir a pasar las noches conmigo, hasta que su padre la encerró y le prohibió volver a verme. En verano fui junto a Claude al Valle de Lahr, entre las montañas. Allí llegó la noticia de la muerte de Yalé. A ella le dediqué Muerte en Persia, el más herido de mis libros, el más inconsolable. Perdida, apátrida, a merced del viento, del frío, del hambre… siempre sola, empujada hasta el mismo borde del abismo. Hubo un tiempo en que todos los caminos estaban abiertos. ¿Y cómo es que no me conformé con eso? ¿Por qué me empeñé con tanta obstinación en dar rodeos, en seguir caminos equivocados? Todos acabaron aquí arriba, en este Valle de Lahr, el Valle Feliz, del cual mi corazón ya nunca podrá salir.

Cuando volví a Suiza a fines de 1935, la mayoría de mis amistades quería dejar el continente. Yo resolví viajar a los Estados Unidos, hice reportajes en las ciudades industriales del Norte, investigué las condiciones de vida de los obreros agrícolas y los problemas raciales en el Sur…  Capté con mi cámara la mirada desesperanzada de la gente, escribí artículos…

A mediados de 1938, conocí a Ella Maillart, e hicimos un viaje por Afganistán en mi Ford. Ella intentó ayudarme con mis angustias y mi adicción, aunque yo sabía que nadie podía ayudarme. Al llegar a Kabul nos enteramos del estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Regresé en 1940. Europa estaba destruida. Un día, en casa de unos conocidos me encontré con Margot von Opel, esposa del industrial Fritz von Opel. Iniciamos una relación tormentosa, que Fritz toleró a regañadientes. Margot me propuso ir a vivir con ellos al Hotel Plaza, en Nueva York. Mi estancia allí estuvo marcada por el dolor, el drama y los escándalos. Necesitaba escribir, para sentirme viva, pero solo podía escribir cuando me emborrachaba o me drogaba, a la vez que las drogas y el alcohol me enloquecían, igual que su falta. Carson McCullers, una muchachita de 23 años que acababa de publicar El corazón es un cazador solitario, se enamoró de mí. Yo la admiraba, admiraba su talento, pero no podía corresponder a sus sentimientos, seguía enamorada de Margot. Siguieron tiempos muy confusos, monté varios escándalos, intenté suicidarme enloquecida por la noticia de la muerte de mi padre, me internaron en una clínica psiquiátrica, de la que escapé. Intenté suicidarme de nuevo. Monté otro escándalo. Volvieron a internarme, y se me comunicó que me expulsaban para siempre de los Estados Unidos.

En marzo de 1941, regresé de nuevo a Suiza, pero muy pronto volví a ponerme en movimiento. Ese movimiento constante, esa búsqueda incesante de una orilla que me devolviese a la infancia, a la tierra prometida, que duró toda mi vida. Viajé como periodista acreditada al Congo Belga, allí estuve una temporada. En mayo de 1942 fui a Lisboa, donde solicité un puesto como corresponsal. En junio, antes de volver a Suiza, pasé por Tetuán para pasar unos días con Claude, que estaba destinado allí. En agosto vino a visitarme a mi casa de Sils Therese Giehse. En septiembre… subí a una bicicleta para recorrer el trecho final de mi corta vida. Mientras estaba inconsciente acudieron muchos amigos, incluso Claude, que viajó expresamente desde Tetuán e insistió apoyándose en el hecho de que, gustara o no a mi familia, era mi marido; pero mi madre no permitió que me viera antes de morir, ni él ni nadie.

A pesar de mi misma mis amigos me amaban y nunca me abandonaron, ni en mi muerte, Claude, Erika y Klaus, Therese, Carson, Ella… todos me lloraron, algo debieron encontrar en mí que yo, profundamente sumergida en mi devastación, nunca supe ver.

Algún día todo tendrá sentido: los fumaderos de opio de Samarcanda, los desiertos y los jardines persas, mi amor dilapidado, la muerte de Yalé, las instituciones psiquiátricas, y mi vida amargamente equívoca… algún día mi alma de ángel devastado conseguirá escapar del desamparo.

Dorotea Bucca

Dorotea Bucca

Muero en 1436, a los 76 años de edad. He conseguido vivir holgadamente de mi profesión y ser admirada y estimada. Lo mejor de la juventud de Europa ha venido expresamente para matricularse en mis clases. He sido profesora de Universidad durante más de cuarenta años,

Nací en 1360, en Bolonia. Mi padre, Giovanni Bucca, era un filósofo y médico muy afamado. Yo seguí sus pasos, me doctoré en Filosofía y Medicina en la Universidad de Bolonia, donde ejercí el magisterio a partir de 1390, ocupando la catedra de mi padre cuando él se retiró. Llegué a ganar cien liras por mi trabajo, lo que me enorgullece teniendo en cuenta que en mi época el sueldo de los profesores lo decidían los alumnos.

Mi suerte fue que en Italia había un sesgo de género mucho menor que en el resto de Europa. Las mujeres estuvimos presentes en muchas áreas diferentes de la ciencia y el saber, mientras que en otros países eso era mucho más complicado para nosotras. La Universidad de Bolonia se caracterizaba por permitir a las mujeres matricularse y ejercer. Otras mujeres que se formaron allí destacaron, tanto en la medicina como en otras profesiones. Bettisia Gozzadini, por ejemplo, se licenció en derecho en 1237, siendo una de las primeras mujeres de la historia en obtener un título universitario.

En la edad media, en Italia, también se formaron otras médicas, como Trota de Salerno, que redactó tres tratados sobre medicina; Abella de Castellomata, especialista en embriología; Jacobina Félicie que fue procesada en Francia por práctica ilegal, al no tener un título homologado; Alessandra Giliani, la primera mujer registrada en documentos históricos como practicante de anatomía y patología; Rebecca de Guarna, autora de tres libros De Urinis (sobre la orina), De febrius (sobre la fiebre) y De embrione (sobre el embrión); Margarita da Venosa, cirujana; Mercuriade de Salerno, autora de tres trabajos incluidos en la Collectio Salernitana; Constance Calenda especialista en enfermedades oculares, como Calrice di Durisio; Thomasia de Mattio…. Y muchas otras, de las que quedan algunos registros, pocos; curiosamente si ha quedado constancia escrita de muchas de nosotras ha sido gracias a un edicto del Papa Sixto IV −el de la Capilla Sixtina− sobre médicos y cirujanos. No cabe duda de que hubo mujeres científicas en la edad media, y no solo en Italia. Por mi parte, puedo estar satisfecha con mi vida, fue larga y productiva. Ejercí mi profesión de médica y la enseñanza de la medicina con confianza y dignidad.

Lise Meitner

Lise Meitner

Un cráter de impacto en la cara oculta de la luna lleva mi nombre. También otro cráter, en venus, y un asteroide, aunque yo no podía imaginar que mi nombre iba a estar en lugares tan exóticos cuando fallecí en 1968, tras haber sido nominada 19 veces al Nobel de Química y 29 al Nobel de Física, sin que jamás me lo concedieran. Mi colaborador Otto Hahn sí recibió el Nobel de Química, aunque fui yo quien elaboró la primera explicación de la fisión nuclear del uranio en términos de física teórica. Mi caso está considerado uno de los más flagrantes en que el comité del Nobel ha pasado por alto a una mujer autora de un hallazgo científico de primera línea.

Nací en Viena en 1878. Desde niña me interesaban las matemáticas y la física, pero los institutos de enseñanza secundaria superior no admitían chicas, por eso tuve que examinarme por libre para acceder a la Universidad. Hacía tan solo cuatro años que las facultades de Austria habían abierto las puertas a las estudiantes femeninas. Aprobé en 1901 tras una dura preparación; siempre conté con el apoyo de mi familia. En 1906 obtuve el título de Doctora en Física en la Universidad de Viena. Como el único futuro posible en Viena era dedicarme a la enseñanza, y eso no me interesaba, me armé de valor y les pedí a mis padres que me siguieran apoyando económicamente para poder irme a Berlín.

En Berlín me apunté a las clases del físico Max Planck, y me dirigí al Instituto de Física Experimental, para trabajar allí por las tardes (sin cobrar nada). Fue entonces cuando Otto Hahn mostró interés en mi trabajo y quiso colaborar conmigo. Debido al veto a las mujeres que prevalecía en la Universidad, yo tenía que entrar por una puerta trasera en el sótano del Instituto de Química, que en su día fue un taller de carpintería y que Otto había acondicionado como laboratorio. Tampoco podía usar el baño; cuando necesitaba ir al servicio tenía que salir a la calle y utilizar el de un bar cercano. Esa situación se prolongó durante un año. Yo solo disponía de la modesta suma que me enviaban mis padres, y vivía al día, contando cada céntimo, pero fue una etapa muy feliz, y mi vida social interesante y plena: hacía caminatas con mi querida amiga Elisabeth Schiemann, estudiante de Botánica; acudía a las veladas de música en casa de Planck, donde coincidí con Einstein, que me llamaba cariñosamente nuestra Marie Curie alemana; algunos compañeros me invitaban a la ópera o a excursiones en coche… Claro que sentía mucha nostalgia por estar tan lejos de mi familia, pero nunca me arrepentí de haberme instalado en Berlín. En 1913 Plank pudo nombrarme “ayudante” y me asignó un sueldo, muy modesto, pero ya estaba acostumbrada a hacer economías. Finalmente conseguí trabajo como profesora de Física Nuclear Experimental en la Universidad de Berlín, fui la primera profesora de Física en Alemania, pero a finales de 1938 tuve que escapar, forzada por el ascenso del nazismo, y tras una azarosa huida llegué a Estocolmo, donde estaba mi sobrino Otto Frisch. A pesar de que no fui nada bien recibida en el laboratorio donde empecé a trabajar −ignoro si por celos profesionales, o por el simple hecho de ser mujer: no se me permitía tener estudiantes, ni me proporcionaban medios para hacer experimentos− mi sobrino y yo, con la contribución de Otto Hahn y Fritz Strassmann, obtuvimos la fisión nuclear, pero cuando, en 1939, Hahn publicó el trabajo omitió mi nombre, alegando que el régimen nazi no habría consentido incluir una autora judía. Yo fui quien sugirió la existencia de la reacción en cadena, por eso en 1942 me ofrecieron participar en un grupo internacional de investigación para conseguir una bomba atómica y terminar con el régimen nazi. A pesar de que hubiera supuesto una oportunidad para trasladarme desde Suecia a EE. UU., dejar un laboratorio que no me quería, escapar de la penuria económica que siempre me acompañó, y trabajar junto a los grandes cerebros de la época, no acepté. Me opuse radicalmente a que mis descubrimientos pudieran emplearse en algo tan aberrante como el desarrollo de la bomba atómica. Ningún otro científico rehusó la oferta. El hecho de no aparecer como coautora del trabajo publicado por Hahn en 1939 fue el pretexto del comité Nobel para excluirnos −a mi sobrino y a mí−, y otorgar solo a Otto Hahn el Nobel en 1944.

Me jubilé en 1960 y me trasladé a vivir al Reino Unido. Allí residí hasta el final de mis días, y allí estoy enterrada, junto a mi hermano Walter. Mi sobrino Otto Frisch mandó inscribir en la lápida: «Lise Meitner: una física que nunca perdió su humanidad».

Christine de Pizan

Christine de Pizan

Escapé apresuradamente de París, a causa de la traición, y he pasado once años en una abadía donde me sentía como si estuviera encerrada en una jaula, pero un día el sol comenzó a brillar. Cien años lleva mi país en guerra, pero ahora, por fin, puedo vislumbrar el final. Este cambio de fortuna se debe a una tierna muchachita, que ha venido como un regalo de Dios, una campesinita de Orleans que se ha alzado en armas, ha comandado un ejército y ha derrotado a los ingleses. La pequeña Juana puede compararse con las mujeres poderosas de los libros bíblicos apócrifos y de las leyendas del pasado. Sus victorias son nuestras victorias, las de todas las mujeres. Es una gran guerrera, ha mostrado un valor que ningún hombre ha demostrado. Ojalá a partir de ahora se acaben todas las guerras y todos podamos, por fin, vivir en paz, en un mundo más justo y más igualitario donde hombres y mujeres tengamos los mismos derechos. Termino mi canto a Juana, el último día de julio de 1429, aunque sé que habrá quien no lo entienda, porque si uno tiene la cabeza baja y los ojos están pesados, no puede mirar la luz. Y estas fueron las últimas palabras que escribí. Yo misma me extinguí muy poco después, a los 65 años. Por fortuna nunca supe que Juana fue apresada y condenada a morir en la hoguera.

Nací en 1364 en Venecia. Después de mi nacimiento, mi padre, Tomas de Pizan, que era astrólogo, aceptó una invitación a la corte de Francia como astrólogo real, alquimista y físico. Tuve una esmerada educación, hablaba francés, italiano y latín. Estudie a los clásicos y el humanismo del renacimiento temprano en los archivos reales, que albergaban gran variedad de manuscritos.

A los 15 años me casé. En contra de lo que se hubiera podido esperar, dada mi juventud, mi matrimonio fue muy feliz. Desafortunadamente, mi padre y mi marido fallecieron de forma inesperada, y me vi viuda y sola a la edad de 25 años, a cargo de tres niños, mi madre y una sobrina.

Decidí hacerme escritora profesional para mantener a mi familia, afortunadamente lo conseguí, ya que mis poemas, canciones y baladas fueron bien recibidas. A partir de 1399 comencé a escribir sobre los derechos de las mujeres y fundé «La Querelle de la Rose», una agrupación femenina para discutir el acceso de las mujeres al conocimiento. Esta agrupación permaneció hasta el siglo XVII.

Por mis ideas feministas −aunque el concepto feminismo en esa época todavía estaba muy lejano− me impliqué en una dura polémica por defender a las mujeres de las calumnias de Jean de Meung en el Roman de la Rose horrible escrito, repleto de opiniones misóginas, vulgares, inmorales y difamatorias para las mujeres.

En 1405 escribí mi autobiografía, como réplica a mis detractores. Le di continuidad con Le Livre de la cité des dames, una colección de historias de heroínas del pasado. Lo que hoy se considera como una obra precursora del feminismo contemporáneo, en mi tiempo era considerado escandaloso. Así y todo, en 1406 publiqué otro libro con esta temática: Le Livre des trois vertus. Tampoco dudé en opinar de política, de justicia militar, de pacifismo…

Para todos mis libros busqué la colaboración de otras mujeres, quería demostrar que nosotras podíamos hacerlo, lástima que los nombres de mis colaboradoras hoy se hayan olvidado. Afortunadamente en mi libro La ciudad de las damas mencioné a Anastasia, ilustradora de manuscritos, la mejor de mi época. Si su nombre ha llegado a la posteridad es gracias a mí.

En 1949 Simone de Beauvoir escribió que en mi obra Épître au Dieu d’Amour fue «la primera vez que vemos a una mujer tomar su pluma en defensa de su sexo». 

Maria Sibylla Merian

Maria Sibylla Merian

Llevaba dos años en una silla de ruedas a causa de una apoplejía cuando me llegó la muerte. Tenía 69 años y dejé dos hijas, Johanna Helena y Dorothea Maria que continuaron mi labor como ilustradoras y entomólogas.

Nací en Frankfurt, en 1647. Mi padrastro, Jacob Marrel, famoso por sus cuadros de flores, me enseñó a pintar, dibujar y grabar. La naturaleza me fascinaba. Empecé criando gusanos de seda. Observándolos me di cuenta de que las mariposas se desarrollaban a partir de las orugas. En mi época se aseguraba que los insectos eran el resultado de una «generación espontánea en el lodo en putrefacción» y se los consideraba «inmundas bestias del Diablo». Yo me planteaba que algo tan hermoso como una mariposa no podía proceder de un ser inmundo. Veía el proceso de la vida como algo hermoso y digno de ser representado y mostrado en todo su esplendor y belleza. Estudié la metamorfosis, los detalles de la crisálida y las plantas de las que se alimentan las orugas. Ilustré así todos los estadios del desarrollo en mi libreta de bocetos.

A los 18 años, en 1665, me casé con otro pintor, también alumno de mi padrastro, Johann Andreas Graff. Dos años más tarde nació Johanna Helena, mi primera hija, y nos mudamos a Núremberg. En 1675 publiqué el primer volumen de mi Nuevo libro de flores. En este volumen solo incluía imágenes de flores, reproducidas de forma muy detallada. Los dos últimos volúmenes salieron a luz en 1677. En 1678 nació mi segunda hija, Dorothea Maria, y un año más tarde publiqué el libro: La oruga, maravillosa transformación y extraña alimentación floral. En este libro presentaba las distintas fases del desarrollo de las diversas especies de mariposas sobre las plantas de las que se alimentan.

En 1685 me fui a Holanda, a vivir en una comuna luterana, en el castillo de Waltha, aunque en realidad solo fue un pretexto para separarme de mi marido. El castillo pertenecía al gobernador de Surinam, lo que me permitió estudiar desde Holanda la fauna y flora tropical sudamericana gracias a los ejemplares que recibía desde allí.

Un año más tarde, dejé la comuna y me instalé en Ámsterdam. Allí conocí a otros naturalistas y constaté con asombro que se hacían traer cantidad de bellos animales de las Indias orientales y occidentales, y que me concedían el honor de poder consultar de forma particular sus caras colecciones, en las que encontré innumerables insectos. Todo ello me llevó a emprender un gran viaje, soñado desde hacía tiempo, a Surinam.

Aunque mis amigos y conocidos me desaconsejaron hacer ese viaje, no abandoné un proyecto que me ilusionaba tanto, partí en 1699 en compañía de mi hija Dorothea, tras conseguir una beca de la ciudad de Ámsterdam. Desde Paramaribo, mi hija y yo hicimos numerosas excursiones al interior de Surinam, describiendo y documentando todo lo que íbamos descubriendo sobre la metamorfosis de los insectos tropicales de Surinam. Realicé muchos dibujos y acuarelas, hasta que, en 1701 me contagié de malaria y tuvimos que interrumpir el viaje y regresar a Ámsterdam. Una vez allí, y después de tres años de duro trabajo, conseguí publicar mi obra más importante: Metamorfosis de los insectos del Surinam. No reparé en gastos para la ejecución de esta obra. Hice grabar las placas por un maestro famoso y aporté el mejor papel para satisfacer no solo a los aficionados al arte, sino también a los aficionados a los insectos, y siento mucha alegría cuando todos dicen que logré mis objetivos.

Era un libro bastante caro y había pocos compradores, para sobrevivir tuve que dedicarme a dar cursos de dibujo y a la venta de utensilios de pintura y preparaciones de pigmentos. También trabajé como ilustradora para la colección de álbumes de láminas de naturaleza encargados por Agnes Block.

Como los viajes científicos eran desconocidos por aquel entonces mi proyecto se consideró una excentricidad, pero yo conseguí descubrir en las tierras de Surinam toda una serie de animales y plantas completamente nuevos, las clasifiqué y las nombré conservando los nombres que utilizaban los nativos en América. No solo representé la metamorfosis, describí muchos otros detalles de la evolución y vida de los insectos. Demostré que cada oruga depende de un pequeño número de plantas para su alimentación y que, por lo tanto, las mariposas ponían los huevos cerca de esas plantas. Fui una de las primeras naturalistas que observó realmente a los insectos, y, a pesar de todo, los científicos de mi tiempo no me tuvieron en consideración ya que yo no hablaba ni escribía latín.