Bessie Coleman

Bessie Coleman

El 30 de abril de 1926, en Jacksonville, caí de la cabina de mi biplano biplaza Jenny cuando entró en barrena a tres mil pies de altura. Yo, que siempre fui tan prudente, ese día no llevaba el cinturón porque quería examinar el terreno para el salto en paracaídas que pensaba hacer en el espectáculo aéreo del día siguiente. Un espectáculo que se convirtió en mi funeral. En nuestro funeral. El aparato se estrelló y también falleció mi mecánico William, que lo pilotaba. Yo tenía 34 años, y Will 24; era blanco, tejano como yo, y le gustaba trabajar para mí, no le daba importancia al hecho de que fuera mujer y negra. La muerte que, como el cielo, no entiende de razas edades ni sexos nos hermanó para siempre.

Nací en 1892. Mi madre era negra y mi padre mestizo, medio negro medio cherokee. De niña tenía que caminar quilómetros para acudir a la escuela para negros. Me encantaba leer y era muy buena en matemáticas, pero cuando llegaba la temporada tenía que dejar la escuela para ir a trabajar con mis padres y mis hermanos en los campos de algodón. También ayudaba a mi madre, que lavaba ropa en casa. Con lo que mi madre me daba por mi trabajo fui ahorrando, y cuando cumplí dieciocho años empleé mis ahorros para matricularme en una universidad para personas “de color”, en Oklahoma. Pero el dinero se terminó pronto, y solo conseguí completar un semestre. Como en mi pueblo natal no había futuro −en Texas era aún peor ser indio que ser “de color”, y yo era las dos cosas−, me mudé a Chicago, a casa de mi hermano. En Chicago me ganaba la vida como manicura. Las fotografías de los pilotos y los aviones de la primera guerra mundial que empezaban a salir en las revistas, me fascinaron; pero cuando le comenté a mi hermano John, que acababa de llegar de la guerra en Francia, que deseaba aprender a volar se echó a reír: no te hagas ilusiones, las negras no vais a volar en la vida… en Francia he visto mujeres pilotando aviones… pero tú… ni lo sueñes… Y yo sonreí: pues voy a volar… ahora estoy decidida.

Peregriné por todas las escuelas de vuelo estadounidense y todas me rechazaron. El cielo de Norteamérica se me negaba, por mujer y por negra. Robert S. Abbott, editor del Chicago Weekly Defender, me apoyó cuando fui a solicitarle ayuda, probablemente le resultaba atractiva la idea de una mujer piloto negra; Abbott confirmó que los franceses eran muy liberales en sus actitudes hacia las mujeres y las «personas de color». Siguiendo su consejo me puse a estudiar francés, conseguí un segundo trabajo en una pizzeria, y empecé a enviar solicitudes a las escuelas de aviación francesas, que, por supuesto, tenía que escribir en francés. Con todos mis ahorros y el patrocinio que me consiguió Abbott, zarpé rumbo a Europa el 20 de noviembre de 1920. Fui admitida en L’ École de pilotage Caudron, y después de siete meses de riguroso entrenamiento obtuve la licencia de piloto internacional. Fui la primera estadounidense de cualquier raza o género en recibir las credenciales de la Fédération Aéronautique Internationale en Francia. Regresé a Nueva York y busqué empleo en la aviación comercial, o, al menos, la posibilidad de conseguir un avión, pero de nuevo en Estados Unidos se me cerraron todas las puertas. Por tanto, en mayo de 1922, volví a cruzar el Atlántico para obtener capacitación avanzada en aviación. Viajé a Francia, Alemania, Holanda y Suiza. Estudié con el famoso piloto alemán de la Primera Guerra Mundial, el Capitán Keller, y probé aviones en los Países Bajos para Anthony Fokker, el Flying Dutchman, que confiaba absolutamente en mis capacidades. Cuando regresé a Nueva York me respaldaban las credenciales del Aero Club de Francia y muchos artículos de periódicos europeos, que me ensalzaban. Esta vez recogieron la noticia periódicos como Chicago Tribune y The New York Times, que reseñó que los principales aviadores alemanes franceses y holandeses decían que era una de las mejores aviadoras que habían visto.

Me dediqué al vuelo acrobático. Tuve talento para el espectáculo, mis exhibiciones atraían tanto al público negro como al blanco. Para la comunidad afroamericana yo era la imagen del valor y la demostración de que se podía llegar a tocar el cielo. El público blanco me veía como una atractiva singularidad: una mujer diminuta y graciosa que pilotaba un avión. Volar era una actividad peligrosa: tripulábamos remanentes de Jennies y DeHavilands de la Primera Guerra Mundial, que se podían comprar por 200 dólares y reparábamos con alambre y pegamento. Nunca perdí de vista mi objetivo de abrir una escuela de vuelo para negros en Estados Unidos. Sabía que, a menos que alguien con dinero y visión me ayudara, yo misma tendría que financiar la escuela. Yo era una mujer moderna, pero el mundo no lo era. Según los estándares de la época debería casarme, tener hijos y dedicarme al hogar, cosas que jamás me planteé, siempre fui una mujer libre; salía a la calle sin acompañante, fumaba y alternaba con músicos, cantantes, actrices y actores. Me hice muy amiga del príncipe de Dahomey, al que le encantaba charlar conmigo en francés; y tuve una relación especial con la hermosa Josephine Baker, que me admiraba, y también obtendría ella misma su licencia de piloto en Francia años después.

Tras mi muerte, mis restos viajaron a Chicago, donde más de diez mil personas se reunieron para despedirme, la sufragista Ida B. Wells Barnett fue la maestra de ceremonias y pronunció en mi memoria unas palabras emotivas y apasionadas.

Siempre me negué a participar en espectáculos que discriminaran o en películas que denigraran. Luché con mi vida y con mis actos por los derechos de las mujeres y los negros. Mi sueño fue transformar la cabaña del Tío Tom en un hangar.