Annemarie Schwarzenbach

Annemarie Schwarzenbach

Un bello ángel devastado

El 6 de septiembre de 1942 una amiga me prestó su bicicleta, y me lancé cuesta abajo, a tumba abierta, soltando las manos del manillar… La rueda tropezó y salí despedida. Mi cabeza se estrelló contra una piedra. Cuando desperté no podía hablar, no recuperé la lucidez en las diez semanas que precedieron a mi muerte. Mi madre y mi abuela quemaron mis papeles, los diarios donde plasmé mis obsesiones y mis miedos, los manuscritos que no había publicado, las cartas de los Mann, de Carson McCullers, de mi marido Claude… y lo hicieron el mismo día de mi muerte, como si quisieran callarme para siempre.

Casi lo consiguieron. Mi nombre acabó siendo una nota en la novela Reflejos en un ojo dorado, que Carson McCullers me dedicó. Los libros que publiqué −y los pocos manuscritos que no fueron destruidos− permanecieron en el olvido hasta que los rescató un estudioso suizo, cuarenta años después.

Solo vivo cuando escribo. Cuando no escribo soy nadie. No existo. Cuando no escribo mi alma no tiene paz, ni descanso. Busco el placer compulsivamente, pero el placer es efímero, bebo, fumo, me drogo, follo, conduzco, viajo, me muevo, huyo hacia adelante −o hacia dónde sea−, huyo, huyo… Tal vez no haya aprendido muchas cosas nuevas, pero lo he visto todo, lo he experimentado todo en carne propia. No soy comedida, quiero lo único todos los días.

Nací en Zúrich, Suiza, en 1908. Mi familia era muy rica. Me educaron en casa con institutrices. Mi madre era nieta del canciller Von Bismarck, tenía simpatías por el partido nazi, y una relación amorosa −tolerada por mi padre− con la cantante de ópera Emmy Krüger. Su carácter era muy dominante, por lo que chocábamos continuamente, además yo, en contra de toda mi familia, era radicalmente antifascista. Las peleas y discusiones en casa fueron constantes.

Mi viaje personal comenzó cuando me matriculé en Historia y Literatura en la Universidad de Zurich. Por mi físico y mi forma de vestir, siempre con ropas masculinas, era atractiva tanto para los chicos como para las chicas, y disfruté esa ambigüedad. A los 23 años me doctoré en Historia y publiqué mi primera novela El círculo de Bernhard.

Me trasladé a Berlín, cuya vida nocturna era la más intensa de Europa. Me sumergí en ese ambiente perturbador. Frecuenté los bares y los clubes, disfruté del sexo y la belleza. Trabé una buena amistad con Erika y Klaus, los hijos del novelista Thomas Mann, que fue quien me describió con la frase: «un bello ángel devastado». Me enamoré de Erika, que no me correspondió −ella estaba enamorada de la actriz Therese Giehsen y a mí me veía como a una hermana pequeña−, me hice amiga inseparable de Klaus, con quien comencé a juguetear con las drogas. La amistad que me unió a Erika y Klaus Mann perduró hasta el día de mi muerte.

Conocí a Mopsa Sternheim a la vuelta de un viaje a Escandinavia, donde me envió la agencia Akademia para unos reportajes. Mopsa consumía drogas como si fueran caramelos, con ella me enganché a la morfina.

Viajé a España con Marianne Breslauer en 1933. Marianne me hizo mi retrato preferido, supo fijar “Die dunkle Seite”, el lado oscuro, la cara tenebrosa de mi alma. Es un retrato que destila poesía oscura y emoción contenida, una imagen que devuelve mi mirada herida por una insondable desesperanza. Marianne también me comparó entonces con un ángel: eres la imagen que tengo del arcángel Gabriel en el Paraíso. Cuando regresamos de España no pudimos publicar nuestro trabajo en Alemania, porque Marianne era judía. También Erika y Klaus tuvieron que escapar de Alemania, y yo, junto a Klaus puse en marcha una revista de oposición a Hitler. Die Sammlung, que editábamos en Amsterdam.

El 12 de octubre de 1933 subí al Orient-Express, rumbo a Persia. Fue una revelación, los paisajes, las costumbres, la irrealidad de los desiertos a la luz de la luna. Bebí, me drogué, enfermé… por las noches acudía a los lugares más siniestros a los barrios más marginales, por las mañanas despertaba ebria de haschich y de sexo. No estaba preparada para enfrentarme a la yerma vastedad asiática, cuya inmensidad, espanto, conmovedor despliegue de colores y férreo poder de destrucción no lograba calibrar. A mi regreso a Europa, el Tercer Reich me negó la condición de residente.  Regresé a Persia un año después para trabajar en una cantera arqueológica. Entonces conocí a Claude Clarac en la embajada francesa de Teherán, unos meses después nos casamos. Nuestra vida era interesante, pero la realidad es que yo nunca serví para esposa de diplomático. La escritura y la droga continuaban acompañándome en mi día a día, hasta que en una recepción conocí a Yalé, la hija del embajador de Turquía. Su exótica belleza me cautivó. El brillo febril de sus ojos, su ardor… estaba enferma de tuberculosis y sabía que no viviría mucho. Nuestro amor fue corto y apasionado. Yalé escapaba de su casa para venir a pasar las noches conmigo, hasta que su padre la encerró y le prohibió volver a verme. En verano fui junto a Claude al Valle de Lahr, entre las montañas. Allí llegó la noticia de la muerte de Yalé. A ella le dediqué Muerte en Persia, el más herido de mis libros, el más inconsolable. Perdida, apátrida, a merced del viento, del frío, del hambre… siempre sola, empujada hasta el mismo borde del abismo. Hubo un tiempo en que todos los caminos estaban abiertos. ¿Y cómo es que no me conformé con eso? ¿Por qué me empeñé con tanta obstinación en dar rodeos, en seguir caminos equivocados? Todos acabaron aquí arriba, en este Valle de Lahr, el Valle Feliz, del cual mi corazón ya nunca podrá salir.

Cuando volví a Suiza a fines de 1935, la mayoría de mis amistades quería dejar el continente. Yo resolví viajar a los Estados Unidos, hice reportajes en las ciudades industriales del Norte, investigué las condiciones de vida de los obreros agrícolas y los problemas raciales en el Sur…  Capté con mi cámara la mirada desesperanzada de la gente, escribí artículos…

A mediados de 1938, conocí a Ella Maillart, e hicimos un viaje por Afganistán en mi Ford. Ella intentó ayudarme con mis angustias y mi adicción, aunque yo sabía que nadie podía ayudarme. Al llegar a Kabul nos enteramos del estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Regresé en 1940. Europa estaba destruida. Un día, en casa de unos conocidos me encontré con Margot von Opel, esposa del industrial Fritz von Opel. Iniciamos una relación tormentosa, que Fritz toleró a regañadientes. Margot me propuso ir a vivir con ellos al Hotel Plaza, en Nueva York. Mi estancia allí estuvo marcada por el dolor, el drama y los escándalos. Necesitaba escribir, para sentirme viva, pero solo podía escribir cuando me emborrachaba o me drogaba, a la vez que las drogas y el alcohol me enloquecían, igual que su falta. Carson McCullers, una muchachita de 23 años que acababa de publicar El corazón es un cazador solitario, se enamoró de mí. Yo la admiraba, admiraba su talento, pero no podía corresponder a sus sentimientos, seguía enamorada de Margot. Siguieron tiempos muy confusos, monté varios escándalos, intenté suicidarme enloquecida por la noticia de la muerte de mi padre, me internaron en una clínica psiquiátrica, de la que escapé. Intenté suicidarme de nuevo. Monté otro escándalo. Volvieron a internarme, y se me comunicó que me expulsaban para siempre de los Estados Unidos.

En marzo de 1941, regresé de nuevo a Suiza, pero muy pronto volví a ponerme en movimiento. Ese movimiento constante, esa búsqueda incesante de una orilla que me devolviese a la infancia, a la tierra prometida, que duró toda mi vida. Viajé como periodista acreditada al Congo Belga, allí estuve una temporada. En mayo de 1942 fui a Lisboa, donde solicité un puesto como corresponsal. En junio, antes de volver a Suiza, pasé por Tetuán para pasar unos días con Claude, que estaba destinado allí. En agosto vino a visitarme a mi casa de Sils Therese Giehse. En septiembre… subí a una bicicleta para recorrer el trecho final de mi corta vida. Mientras estaba inconsciente acudieron muchos amigos, incluso Claude, que viajó expresamente desde Tetuán e insistió apoyándose en el hecho de que, gustara o no a mi familia, era mi marido; pero mi madre no permitió que me viera antes de morir, ni él ni nadie.

A pesar de mi misma mis amigos me amaban y nunca me abandonaron, ni en mi muerte, Claude, Erika y Klaus, Therese, Carson, Ella… todos me lloraron, algo debieron encontrar en mí que yo, profundamente sumergida en mi devastación, nunca supe ver.

Algún día todo tendrá sentido: los fumaderos de opio de Samarcanda, los desiertos y los jardines persas, mi amor dilapidado, la muerte de Yalé, las instituciones psiquiátricas, y mi vida amargamente equívoca… algún día mi alma de ángel devastado conseguirá escapar del desamparo.