Rosalind Elsie Franklin

Rosalind Elsie Franklin

¿cómo sabes que Él no es Ella?

Cuando, a mediados de 1956, empezó a inflamárseme el vientre mi médico comentó: «no estás embarazada», y yo le respondí: «ojalá lo estuviera». Me operaron de urgencia y descubrieron tumores en mi abdomen. A la vez que seguía el tratamiento contra el cáncer que me devoraba las entrañas continué investigando sobre la composición molecular de los virus. Por estas investigaciones, mi compañero Aaron Klug ganará en el futuro el Premio Nobel de Química. Pero en 1957 mi muerte se acerca inexorable y yo hago testamento: dejo a Aaron como mi principal beneficiario 3000 libras y mi coche. Fallezco en Chelsea, el 16 de abril de 1958, de bronconeumonía y carcinomatosis secundaria. Mi certificado de defunción dice: Científica, investigadora, soltera, hija de Ellis Arthur Franklin, banquero.

Nací el 25 de julio de 1920, en Londres, en una familia judía, aunque yo siempre me consideré agnóstica. Mi mente era demasiado inquisitiva para creer sin dudar. Fui escéptica desde niña, mi madre relataba que cuando intentó explicarme la existencia de Dios, le repliqué «Bueno, de cualquier manera, ¿cómo sabes que Él no es Ella?». Y es que siempre consideré que la ciencia y la vida diaria no pueden y no deberían ser separadas. Y sobre la existencia de un Creador… ¿Creador de qué?… No veo razón para creer que el creador del protoplasma o de la materia primigenia tenga alguna razón para sentir interés por nuestra insignificante especie en un pequeño rincón del universo.

Me encantaba viajar, el montañismo, y los idiomas. Desde que, en 1938, hice un viaje por Francia supe que podría permanecer allí para siempre; amé el país, su gente, su comida y su lenguaje.

Siempre fui progresista, feminista y sindicalista, expresé mis opiniones políticas y personales con convicción y sin temor, pero me reservé para mí mis sentimientos más íntimos y profundos. El único amor que reconocí fue el que me inspiró mi colega francés Jacques Mering, que tenía esposa y una amante. Mering también reconoció públicamente que mi «inteligencia y belleza» lo cautivaban.

En una época en que el acceso a la Universidad no era fácil para las mujeres yo fui química y cristalógrafa. Mis investigaciones con imágenes por difracción de rayos X fueron clave para revelar la estructura de los carbones y el grafito, así como del ARN y varios virus… En cuanto a la estructura del ADN… obtuve una imagen a la que llamé Fotografía 51, que tuvo un profundo impacto en los avances científicos de la genética. A la vez que anoté en mis cuadernos de trabajo apuntes sobre la estructura helicoidal de la molécula. Los investigadores que se basaron en mis trabajos recibieron el premio Nobel. Todos menos yo.

Mi colega en el laboratorio del King’s College, Wilkins, con el que yo tenía serias desavenencias −hasta el punto de que yo ya estaba haciendo gestiones para irme a trabajar en Birkbeck−, mostró la Fotografía 51 a Watson sin mi permiso. Hoy ya no cabe duda de que la información de mis experimentos fue utilizada por Watson y Crick para construir su modelo de ADN en 1953. Una vez completado el modelo, Crick y Watson invitaron a Wilkins a firmar como coautor del artículo en el que se describía la estructura.

Veinticinco años después, las primeras referencias claras a mi contribución en el descubrimiento de la estructura del ADN aparecieron en el libro La doble hélice de James Watson, aunque enterradas bajo valoraciones negativas: «Estaba decidida a no destacar sus atributos femeninos. Aunque era de rasgos enérgicos, no carecía de atractivo, y habría podido resultar muy guapa si hubiera mostrado el menor interés por vestir bien. Pero no lo hacía. Nunca llevaba los labios pintados para resaltar el contraste con su cabello liso y negro, y, a sus 31 años, todos sus vestidos mostraban una imaginación propia de empollonas adolescentes inglesas»y machistas: «el mejor lugar para una feminista es el laboratorio de otra persona». Unos años más tarde, Francis Crick escribió que en el King’s College de Londres había restricciones irritantes –yo no podía tomar café en la sala de profesores de la facultad porque estaba reservada para los hombres− pero que solo eran trivialidades. O sea, que para Watson y Crick yo solo era una «feminista que se quejaba de trivialidades». Pero su propuesta de estructura del ADN no hubiera podido existir, ya que sus investigaciones iban por otros derroteros, sin las imágenes tomadas con mi técnica de difracción de Rayos X y obtenidas por mí, la única persona en el mundo capaz de conseguirlas con una calidad tan extraordinaria.

Ada Lovelace

Ada Lovelace


En 1852 exhalé mi último aliento, debilitada y exangüe. Tenía 36 años, la misma edad a la que mi padre Lord Byron −a quien nunca conocí− falleció. Mi último deseo fue ser enterrada junto a él.
Nací en Londres en 1815; mi padre me registró al nacer como Augusta Ada Byron; mi madre, Annabella Milbanke, era astrónoma y matemática, una mujer de carácter que un mes después de mi nacimiento abandonó a mi padre y obtuvo el divorcio. Poco después mi padre, acuciado por las deudas y por el escándalo del incesto con su medio hermana Augusta Leigh, escapó de Inglaterra. Augusta tenía una hija, Medora, un año mayor que yo. Desde que mi padre salió del país hasta su muerte −ocho años después−, nunca dejó de escribir a Augusta, preguntándole por sus hijas, aunque yo todo esto no lo supe hasta el día que, veinte años más tarde, mi madre nos reunió a Medora y a mí y nos contó quién era nuestro padre. No me sorprendió, simplemente me confirmó lo que sospechaba desde siempre.
Mi madre me proporcionó una esmerada y estricta educación, que incluía música, francés y matemáticas. Para que tuviera una buena formación científica contrató a la prestigiosa matemática y astrónoma escocesa Mary Somerville, que fue mi tutora, mi referente, y terminó siendo mi amiga.
De mi padre heredé la poesía, de mi madre la ciencia. Siempre me consideré una matemática poética y una analista metafísica; fui la primera persona en el mundo que se planteó la necesidad de exponer poéticamente una demostración matemática.
A los once años estaba decidida a inventar una máquina que me permitiera volar: investigué materiales y estudié las aves, dibujé bocetos y escribí un libro: Flyology. A los diecisiete conocí al matemático Charles Babbage. Le ayudé a avanzar en su proyecto de máquina diferencial y en sus especulaciones sobre el cálculo, que me entusiasmaban, y demostraban que un día las máquinas harían posible volar. Aunque él no lo vio, y la sociedad de la época tampoco. Tan solo yo lo tenía claro, aunque pasaron casi cien años antes de que se demostrara que no estaba equivocada. Mi amistad con Babbage perduró hasta mi muerte.
A los veinte años me casé con William King −lord King, de familia influyente, conde de Lovelace−. Aparte del título de condesa de Lovelace, mi matrimonio me proporcionó la posibilidad de acceder (a través de William) a los fondos bibliográficos de la Royal Society de Londres, a los que yo, como mujer, no tenía acceso (ni tampoco a ninguna otra biblioteca de nivel universitario).
Al principio mi matrimonio fue feliz, pero pronto comenzó a parecerme insatisfactorio. Mi salud nunca fue muy buena y los embarazos la deterioraron aún más. Me desahogaba con mi querida tutora y amiga, Mary Somerville, la única con quien podía compartir la frustración que sentía tras la maternidad y las dificultades para continuar mis estudios. En 1842, la revista Scientific Memoirs me encargó la traducción de un artículo escrito en francés por el ingeniero militar italiano Luigi Menabrea en el que se describía la máquina analítica de Babbage. Publiqué el artículo con abundantes notas en las que aportaba mis propias teorías, firmadas con mis iniciales: AAL; pero no tardó en saberse a quién correspondían. Por mi condición femenina nadie tomó mis Notas en serio. No se publicaron con mi verdadero nombre hasta cien años después de mi muerte, cuando ya se había demostrado que mis Notas tenían mucho más interés que la propia traducción del artículo. En una de ellas, que estaba dedicada a los números de Bernoulli, desarrollaba un código que se ha considerado como el primer algoritmo específicamente diseñado para ser ejecutado por un ordenador, aunque nunca fue probado ya que la máquina nunca llegó a construirse y yo no volví a trabajar.
Mis problemas de salud derivaron en una adicción a los opiáceos, que se acrecentó con los años. Me refugié en el juego y en los brazos de numerosos amantes, lo que me costó gran parte de mi fortuna y mi matrimonio. No acabó conmigo la enfermedad −cáncer de útero− me mató el tratamiento a base de sangrías, clásico de la época. Pero antes me había matado una sociedad que jamás me permitió ser yo misma, porque no consideraba aceptable que una mujer se dedicara a algo “tan masculino”. Pasaron más de veinte años antes de que Sofía Kovalevskaya, pudiera obtener un doctorado en matemáticas.