武则天
Mi nombre es Wu Zhao – solo tras mi muerte me llamarán Wu Zetian−, aunque yo siempre he preferido que me llamen, sencillamente, Wu. Con 81 años soy una anciana, a punto de morir en este frío mes de diciembre de 705. Así y todo, me siguen atribuyendo amantes, lo han hecho siempre y no dejarán de hacerlo hasta que muera, como cuando −hace solo ocho meses− me obligaron a abdicar y ejecutaron a los hermanos Zhang, mis ministros, y fieles servidores… entonces afirmaron que me acostaba con los dos. No lo rebatiré. No me rebajaré a negar que he disfrutado de mi cuerpo con libertad y gozado como he querido, con tantos amantes como he gustado. ¿Y qué? ¿Acaso parecería mi conducta reprochable si hubiera sido hombre? La leyenda negra que mis detractores harán circular permanecerá durante siglos.
Pero no conseguirán eclipsarme. He sido la mujer más poderosa de todos los tiempos. La única emperatriz con soberanía real que ha existido en China. Durante más de medio siglo, primero como la consorte de un emperador, luego como emperatriz, conduje a toda mi nación en uno de sus períodos más gloriosos.
Nací en el año 624 en una familia acomodada y el destino quiso que fuera muy bella. Como las mujeres no teníamos derecho a la educación, me las arreglé para aprender a leer y escribir sola, mientras mis hermanos recibían clases. Mi padre, al comprobar mis aptitudes, me alentó a continuar aprendiendo y a desarrollar habilidades intelectuales que tradicionalmente estaban reservadas para los hombres. Así aprendí a tocar música, escribir poesía y hablar en público.
A los 14 años me escogieron para el harén imperial, en el que entré como concubina de quinto rango. Al principio me pusieron a cargo de la lavandería, pero como, además de hermosa era lista y estaba preparada, el emperador Taizong me ascendió a secretaria, lo que me permitió acceder a asuntos estatales al más alto nivel. A pesar de ser la concubina del emperador el príncipe Li Zhi, uno de sus hijos, se enamoró de mí. Con riesgo de nuestras vidas, mantuvimos un romance clandestino que se truncó cuando Taizong murió, con 51 años −yo tenía 25−, y me enviaron, junto a las otras concubinas, a un convento budista: la tradición dictaba que a las mujeres del difunto emperador les raparan la cabeza y las confinaran pues nunca más pertenecerían a otro hombre.
Li Zhi, tenía 21 años cuando ascendió al trono tras la muerte de Taizong. Antes de un año fue a buscarme al convento para llevarme de vuelta a palacio y ocupar el lugar de la primera de sus concubinas, lo que supuso un gran escándalo.
Mi marido −cuya salud era tan frágil que a menudo no podía encargarse de los asuntos oficiales− era un gobernante débil, que confiaba plenamente en mi criterio. Aunque me ocultaba tras una pantalla en las sesiones de la corte y aparentemente no tenía autoridad por ser mujer, pronto el gran poder del imperio recayó en mi persona. Fue entonces cuando los historiadores oficiales comenzaron a denostarme y difamarme.
Es cierto que hubo intrigas, y crímenes, y crueldades… pero la mayoría de las atrocidades que se me atribuyen no se han probado, y en ningún caso fui peor, ni más desalmada, ni más cruel que los gobernantes masculinos de mi tiempo.
Lo que sí es incuestionable es que durante mi mandato mejoró el sistema de educación pública de China. También puse un particular empeño en la redistribución de la tierra, para que todos tuvieran porción de terreno cultivable igual o semejante. La producción agrícola alcanzó un máximo histórico inédito.
Las clases dominantes no me perdonaron la introducción de exámenes de ingreso para la burocracia imperial, porque iba en contra de la hegemonía de la reducida élite que obtenía cargos sin importar su nivel de educación o capacidad intelectual.
Tomé medidas sin precedentes para elevar el estatus de las mujeres, que durante mucho tiempo habían sido reprimidas en la sociedad confuciana, consiguiendo que obtuvieran reconocimientos laborales de los que hasta entonces carecían; extendí el período de duelo por una madre para igualar el de un padre; favorecí la publicación de biografías de mujeres notables; encabecé la primera procesión de mujeres en una ceremonia sagrada al pie del monte Tai, para, simbólicamente, acercarnos al cielo y ganar la aceptación divina. Este ritual fue vital para otorgar legitimidad a mi condición de compañera en pie de igualdad con el emperador, que murió en 683.
Tras más intrigas y varias revueltas, que conseguí sofocar, en 690 sucedió lo imposible: a la edad de 65 años, contradiciendo el pensamiento confuciano según el cual tener una mujer en el poder en China era antinatural me otorgué a mí misma el título de Sagrada y Divina Emperatriz Reinante. Y no solo eso. También me di el gusto de asumir sin tapujos mis encuentros eróticos con diferentes amantes. Otra de las cosas que me echaron en cara mis detractores, para los que esa conducta era despreciable en una mujer, sobre todo de edad madura, no comparable, a sus ojos, con la de los emperadores y sus concubinas e incluyeron en mi leyenda negra el bulo de que obligaba a los visitantes a realizarme un cunnilingus. Pero yo siempre me consideré libre de disfrutar de mi sexo y animaba a las mujeres a hacerlo.
En cualquier caso, mis relaciones íntimas no impidieron que mi reinado fuera pacífico y próspero. Goberné como emperatriz durante 15 años, en los que reduje el gasto militar, amplié nuestros territorios y usé la diplomacia para acercarme a imperios tan lejanos como el Bizantino. Me opuse al patriarcal confucionismo imperante introduciendo en China el budismo; favorecí a las mujeres; dediqué especial atención a la educación y la cultura; desarrollé la agricultura y, sobre todo, mi reinado tuvo el respaldo absoluto del pueblo.
Transcurridos 1.316 años desde mi muerte, la lápida que señala mi tumba no está marcada con ningún elogio. Es la única estela conmemorativa sin tallar en más de 2.000 años de historia imperial. Tal vez solo haya un epitafio apropiado para romper el blanco inmaculado de la losa:
CÓMEME EL COÑO