Wu

Wu

武则天

Mi nombre es Wu Zhao – solo tras mi muerte me llamarán Wu Zetian−, aunque yo siempre he preferido que me llamen, sencillamente, Wu. Con 81 años soy una anciana, a punto de morir en este frío mes de diciembre de 705. Así y todo, me siguen atribuyendo amantes, lo han hecho siempre y no dejarán de hacerlo hasta que muera, como cuando −hace solo ocho meses− me obligaron a abdicar y ejecutaron a los hermanos Zhang, mis ministros, y fieles servidores… entonces afirmaron que me acostaba con los dos. No lo rebatiré. No me rebajaré a negar que he disfrutado de mi cuerpo con libertad y gozado como he querido, con tantos amantes como he gustado. ¿Y qué? ¿Acaso parecería mi conducta reprochable si hubiera sido hombre? La leyenda negra que mis detractores harán circular permanecerá durante siglos.

Pero no conseguirán eclipsarme. He sido la mujer más poderosa de todos los tiempos. La única emperatriz con soberanía real que ha existido en China. Durante más de medio siglo, primero como la consorte de un emperador, luego como emperatriz, conduje a toda mi nación en uno de sus períodos más gloriosos.

Nací en el año 624 en una familia acomodada y el destino quiso que fuera muy bella. Como las mujeres no teníamos derecho a la educación, me las arreglé para aprender a leer y escribir sola, mientras mis hermanos recibían clases. Mi padre, al comprobar mis aptitudes, me alentó a continuar aprendiendo y a desarrollar habilidades intelectuales que tradicionalmente estaban reservadas para los hombres. Así aprendí a tocar música, escribir poesía y hablar en público.

A los 14 años me escogieron para el harén imperial, en el que entré como concubina de quinto rango. Al principio me pusieron a cargo de la lavandería, pero como, además de hermosa era lista y estaba preparada, el emperador Taizong me ascendió a secretaria, lo que me permitió acceder a asuntos estatales al más alto nivel. A pesar de ser la concubina del emperador el príncipe Li Zhi, uno de sus hijos, se enamoró de mí. Con riesgo de nuestras vidas, mantuvimos un romance clandestino que se truncó cuando Taizong murió, con 51 años −yo tenía 25−, y me enviaron, junto a las otras concubinas, a un convento budista: la tradición dictaba que a las mujeres del difunto emperador les raparan la cabeza y las confinaran pues nunca más pertenecerían a otro hombre.

Li Zhi, tenía 21 años cuando ascendió al trono tras la muerte de Taizong. Antes de un año fue a buscarme al convento para llevarme de vuelta a palacio y ocupar el lugar de la primera de sus concubinas, lo que supuso un gran escándalo.

Mi marido −cuya salud era tan frágil que a menudo no podía encargarse de los asuntos oficiales− era un gobernante débil, que confiaba plenamente en mi criterio. Aunque me ocultaba tras una pantalla en las sesiones de la corte y aparentemente no tenía autoridad por ser mujer, pronto el gran poder del imperio recayó en mi persona. Fue entonces cuando los historiadores oficiales comenzaron a denostarme y difamarme.

Es cierto que hubo intrigas, y crímenes, y crueldades… pero la mayoría de las atrocidades que se me atribuyen no se han probado, y en ningún caso fui peor, ni más desalmada, ni más cruel que los gobernantes masculinos de mi tiempo.

Lo que sí es incuestionable es que durante mi mandato mejoró el sistema de educación pública de China. También puse un particular empeño en la redistribución de la tierra, para que todos tuvieran porción de terreno cultivable igual o semejante. La producción agrícola alcanzó un máximo histórico inédito.

Las clases dominantes no me perdonaron la introducción de exámenes de ingreso para la burocracia imperial, porque iba en contra de la hegemonía de la reducida élite que obtenía cargos sin importar su nivel de educación o capacidad intelectual.

Tomé medidas sin precedentes para elevar el estatus de las mujeres, que durante mucho tiempo habían sido reprimidas en la sociedad confuciana, consiguiendo que obtuvieran reconocimientos laborales de los que hasta entonces carecían; extendí el período de duelo por una madre para igualar el de un padre; favorecí la publicación de biografías de mujeres notables; encabecé la primera procesión de mujeres en una ceremonia sagrada al pie del monte Tai, para, simbólicamente, acercarnos al cielo y ganar la aceptación divina. Este ritual fue vital para otorgar legitimidad a mi condición de compañera en pie de igualdad con el emperador, que murió en 683.

Tras más intrigas y varias revueltas, que conseguí sofocar, en 690 sucedió lo imposible: a la edad de 65 años, contradiciendo el pensamiento confuciano según el cual tener una mujer en el poder en China era antinatural me otorgué a mí misma el título de Sagrada y Divina Emperatriz Reinante. Y no solo eso. También me di el gusto de asumir sin tapujos mis encuentros eróticos con diferentes amantes. Otra de las cosas que me echaron en cara mis detractores, para los que esa conducta era despreciable en una mujer, sobre todo de edad madura, no comparable, a sus ojos, con la de los emperadores y sus concubinas e incluyeron en mi leyenda negra el bulo de que obligaba a los visitantes a realizarme un cunnilingus. Pero yo siempre me consideré libre de disfrutar de mi sexo y animaba a las mujeres a hacerlo.  

En cualquier caso, mis relaciones íntimas no impidieron que mi reinado fuera pacífico y próspero. Goberné como emperatriz durante 15 años, en los que reduje el gasto militar, amplié nuestros territorios y usé la diplomacia para acercarme a imperios tan lejanos como el Bizantino. Me opuse al patriarcal confucionismo imperante introduciendo en China el budismo; favorecí a las mujeres; dediqué especial atención a la educación y la cultura; desarrollé la agricultura y, sobre todo, mi reinado tuvo el respaldo absoluto del pueblo.

Transcurridos 1.316 años desde mi muerte, la lápida que señala mi tumba no está marcada con ningún elogio. Es la única estela conmemorativa sin tallar en más de 2.000 años de historia imperial. Tal vez solo haya un epitafio apropiado para romper el blanco inmaculado de la losa:

CÓMEME EL COÑO

Ethel Rebecca Benjamin 

Ethel Rebecca Benjamin 

Hoy, 14 de octubre de 1943, un vehículo me ha atropellado por accidente causándome un traumatismo craneoencefálico. Estoy en coma, sola, esperando la muerte en una habitación del Hospital Mount Vernon en Northwood, Middlesex, Inglaterra.

Nací en el sur de Nueva Zelanda, el 19 de enero de 1875. Fui la mayor de una familia judía muy numerosa. Destaqué por mi aplicación y mi inteligencia en la escuela secundaria de niñas de Otago. En 1885 me dieron el premio Victoria; en 1888 obtuve una Beca Juvenil de la Junta de Educación; y en 1892 aprobé el examen de beca universitaria junior.

Fui la primera mujer admitida en la facultad de derecho de la Universidad de Otago, que fue a su vez la primera universidad en Australasia que permitió que las mujeres se graduaran en derecho.

Es cierto que la Profesión Jurídica no estaba entonces abierta a las mujeres y que aún no se nos había concedido el derecho al voto, pero yo tenía fe en que una colonia tan liberal como la nuestra no toleraría durante mucho tiempo barreras tan artificiales. Entré en mis estudios con un corazón ligero, sintiéndome segura de que no quedaría excluida por mucho tiempo del uso de cualquier título que pudiera obtener. En julio de 1897, cuando me gradué, me pidieron que pronunciara el discurso en nombre de todos los graduados, no voy a negar que esta petición me halagó y la viví como un cumplido, pero sabía que se esperaba poco de mí e incluso que, si me equivocaba o decía alguna simpleza, el veredicto caritativo sería: ‘Bueno, es todo lo que se puede esperar de una mujer’. En cualquier caso esa fue la primera ocasión en que una mujer pronunció un discurso oficial en la universidad. La Ley de mujeres practicantes de la abogacía se había aprobado en 1896 y en 1987, en cumplimiento de la nueva legislación, fui admitida como abogada y procuradora del Tribunal Supremo de Nueva Zelanda. Fui la segunda mujer del Imperio en ser admitida como abogada y procuradora, dos meses después de Clara Brett Martin de Canadá

Pero para nosotras, las mujeres, no hay logros fáciles. La Sociedad de Abogados del Distrito de Otago se opuso a mi entrada en la profesión. Me discriminaron restringiendo mi acceso a la biblioteca de la sociedad, intentando imponerme el uso de una vestimenta diferente a la toga y la peluca habituales, excluyéndome de las cenas anuales de la Sociedad, prohibiéndome la entrada en el bar de la sociedad, y, sobre todo negándoseme la asistencia que tradicionalmente brindaban los abogados establecidos a los miembros más jóvenes.

A pesar de todo el 17 de septiembre de 1897 me convertí en la primera mujer del Imperio Británico en comparecer como abogada en un tribunal, en representación de un cliente para el cobro de una deuda. 

En 1899, fui una de las fundadoras y me dediqué a trabajar como abogada de la Sociedad de Nueva Zelanda para la Protección de Mujeres y Niños. A través de esta me ocupé de casos de maltrato, separaciones, divorcios y adopciones. Mi trabajo me proporcionó una buena reputación como abogada preocupada por los intereses de las mujeres y la infancia.

Me casé a los 32 años, y me mudé a Wellington, con mi esposo. Un año más tarde decidimos vender todos nuestros negocios y propiedades y nos fuimos a Inglaterra, donde trabajé para un bufete de abogados, pero no pude ejercer la abogacía por completo hasta que se aprobó la Ley de Descalificación por Sexo en 1919. Durante la Primera Guerra Mundial dirigí un banco en Sheffield. Entre guerras, mi esposo y yo pasamos largas temporadas viviendo en el sur de Francia y en Italia.

Mi esposo, Alfred, falleció poco antes de que comenzara la Segunda Guerra Mundial, pero yo continué mi trabajo como abogada en Londres; este oficio que tanto he amado, y que, tal como confesé en una entrevista en 1897, cuando terminé mis estudios no estaba segura de poder ejercer.

Bartolina Sisa Vargas 

Bartolina Sisa Vargas 

Llevo más de un año presa en Las Cajas, ciudad de La Paz, por orden del corregidor Sebastián de Segurola. En este año han descuartizado ante mis ojos a mi esposo y compañero de lucha, Túpac Katari. Nuestros hijos han sido asesinados, porque los invasores quieren que nuestra semilla se extinga. A mí me han sometido a torturas sin nombre. Mañana me arrastrarán desnuda atada a un caballo antes de ahorcarme junto a mi cuñada, Gregoria, a la que conducirán a la horca con una corona de clavos encajada en la cabeza.

Ignoro en qué año nací, pero el fraile Matías Borda, calcula que el 5 de septiembre de 1782, día de mi muerte, debía tener unos 26 años. Mienten los que afirman que soy una chola paceña. Soy india, hija de José Sisa y Josefa Vargas, de la comunidad de Q’ara Qhatu. Como mujer de campo aprendí de mi madre desde muy pequeña a hilar caito y a tejer. En 1770 me casé con Julián Apaza. El Consejo de abuelos y abuelas, de yatiris y amawt’as nos dieron el ajayu Katari Amaru, la estrategia de la serpiente que resplandece, mi marido retomó su nombre Inca, Túpac Katari, y fue proclamado virrey. Estuvimos diez años preparando la estrategia de la rebelión. Juntos lideramos la lucha contra los invasores, éramos dos personas, pero un solo espíritu. A los comandantes españoles les parecía un insulto que mi pueblo me llamara la virreina, para ellos era inconcebible que una mujer pudiera dirigir las tropas, la presencia de mujeres en nuestro ejército les desconcertaba y cuestionaba. Pero para nosotros, los aymaras, era natural la intervención de las mujeres en la lucha: entre nuestros mitos está Mama Huaco, mujer guerrera, libre y valiente. Por eso cuando Sebastián de Segurola se enteró de que el cerco de Pampahasi estaba liderado por una mujer, decidió enviar un ejército creyendo que la victoria sería fácil, pero las tropas indígenas a mi mando, no solo resistieron el ataque, sino que los derrotamos. Desde entonces Segurola me odiaba; no paró hasta que consiguió atraparme en una emboscada, traicionada a cambio de un indulto que nunca existió.

Han dicho de mí que fui la más valerosa hembra y el más excelso espíritu de la raza inca, que era inteligente y fuerte. Cierto que me consideraba una buena amazona y dominaba el fusil y la kurawa. Fui decidida y valiente, y tuve dotes de mando. Asumí funciones de liderazgo, dirigí batallones de guerrilleros indígenas y organicé grupos de mujeres en la resistencia. Mis detractores me tacharon de sanguinaria y cruel, pero no es cierto, al contrario, el padre Borda dejó constancia en sus memorias de que supe manejar con sutileza el temperamento de Túpac Katari para salvar la vida de los prisioneros.

Estuve presa seis veces. Las cinco primeras por no satisfacer los tributos que nos exigían los corregidores. La última, la que me llevó al patíbulo, por la libertad de mi tierra y de mi gente.

Como única herencia dejaré a mi pueblo el amor a la tierra, el ayllu, la defensa de mi raza india y la capacidad de luchar por la libertad hasta las últimas consecuencias. Mi muerte no será en vano, mis cenizas fertilizarán los campos, porque muero por la libertad de mi tierra… por la libertad de mi pueblo.

Rosalind Elsie Franklin

Rosalind Elsie Franklin

¿cómo sabes que Él no es Ella?

Cuando, a mediados de 1956, empezó a inflamárseme el vientre mi médico comentó: «no estás embarazada», y yo le respondí: «ojalá lo estuviera». Me operaron de urgencia y descubrieron tumores en mi abdomen. A la vez que seguía el tratamiento contra el cáncer que me devoraba las entrañas continué investigando sobre la composición molecular de los virus. Por estas investigaciones, mi compañero Aaron Klug ganará en el futuro el Premio Nobel de Química. Pero en 1957 mi muerte se acerca inexorable y yo hago testamento: dejo a Aaron como mi principal beneficiario 3000 libras y mi coche. Fallezco en Chelsea, el 16 de abril de 1958, de bronconeumonía y carcinomatosis secundaria. Mi certificado de defunción dice: Científica, investigadora, soltera, hija de Ellis Arthur Franklin, banquero.

Nací el 25 de julio de 1920, en Londres, en una familia judía, aunque yo siempre me consideré agnóstica. Mi mente era demasiado inquisitiva para creer sin dudar. Fui escéptica desde niña, mi madre relataba que cuando intentó explicarme la existencia de Dios, le repliqué «Bueno, de cualquier manera, ¿cómo sabes que Él no es Ella?». Y es que siempre consideré que la ciencia y la vida diaria no pueden y no deberían ser separadas. Y sobre la existencia de un Creador… ¿Creador de qué?… No veo razón para creer que el creador del protoplasma o de la materia primigenia tenga alguna razón para sentir interés por nuestra insignificante especie en un pequeño rincón del universo.

Me encantaba viajar, el montañismo, y los idiomas. Desde que, en 1938, hice un viaje por Francia supe que podría permanecer allí para siempre; amé el país, su gente, su comida y su lenguaje.

Siempre fui progresista, feminista y sindicalista, expresé mis opiniones políticas y personales con convicción y sin temor, pero me reservé para mí mis sentimientos más íntimos y profundos. El único amor que reconocí fue el que me inspiró mi colega francés Jacques Mering, que tenía esposa y una amante. Mering también reconoció públicamente que mi «inteligencia y belleza» lo cautivaban.

En una época en que el acceso a la Universidad no era fácil para las mujeres yo fui química y cristalógrafa. Mis investigaciones con imágenes por difracción de rayos X fueron clave para revelar la estructura de los carbones y el grafito, así como del ARN y varios virus… En cuanto a la estructura del ADN… obtuve una imagen a la que llamé Fotografía 51, que tuvo un profundo impacto en los avances científicos de la genética. A la vez que anoté en mis cuadernos de trabajo apuntes sobre la estructura helicoidal de la molécula. Los investigadores que se basaron en mis trabajos recibieron el premio Nobel. Todos menos yo.

Mi colega en el laboratorio del King’s College, Wilkins, con el que yo tenía serias desavenencias −hasta el punto de que yo ya estaba haciendo gestiones para irme a trabajar en Birkbeck−, mostró la Fotografía 51 a Watson sin mi permiso. Hoy ya no cabe duda de que la información de mis experimentos fue utilizada por Watson y Crick para construir su modelo de ADN en 1953. Una vez completado el modelo, Crick y Watson invitaron a Wilkins a firmar como coautor del artículo en el que se describía la estructura.

Veinticinco años después, las primeras referencias claras a mi contribución en el descubrimiento de la estructura del ADN aparecieron en el libro La doble hélice de James Watson, aunque enterradas bajo valoraciones negativas: «Estaba decidida a no destacar sus atributos femeninos. Aunque era de rasgos enérgicos, no carecía de atractivo, y habría podido resultar muy guapa si hubiera mostrado el menor interés por vestir bien. Pero no lo hacía. Nunca llevaba los labios pintados para resaltar el contraste con su cabello liso y negro, y, a sus 31 años, todos sus vestidos mostraban una imaginación propia de empollonas adolescentes inglesas»y machistas: «el mejor lugar para una feminista es el laboratorio de otra persona». Unos años más tarde, Francis Crick escribió que en el King’s College de Londres había restricciones irritantes –yo no podía tomar café en la sala de profesores de la facultad porque estaba reservada para los hombres− pero que solo eran trivialidades. O sea, que para Watson y Crick yo solo era una «feminista que se quejaba de trivialidades». Pero su propuesta de estructura del ADN no hubiera podido existir, ya que sus investigaciones iban por otros derroteros, sin las imágenes tomadas con mi técnica de difracción de Rayos X y obtenidas por mí, la única persona en el mundo capaz de conseguirlas con una calidad tan extraordinaria.

Agustina González López

Agustina González López

La Zapatera

Juan Luis Trescastro Medina, que se jacta de haberle dado un par de tiros a Federico por maricón, se jactará mañana de haber acabado conmigo por puta. Apenas tengo cuarenta y cinco años; en el mismo Viznar, y ante los mismos que mataron a mi querido Federico, alzo los ojos al cielo y me amparo en la clemencia de las estrellas; qué brillo tan hermoso tienen esta noche, nunca las había visto tan bellas.

Nací en Granada, en 1891. Mi padre tenía una zapatería por lo que todos me llamaban ‘La zapatera’ Fui una revolucionaria, me vestí con ropa de hombre, entraba y salía sola cuando a las mujeres nos estaba prohibido todo. Fui feminista, anarquista, viajera, pintora y escritora de vanguardia, aunque en la Granada provinciana de mi época me tachaban de loca y de estrafalaria, pero solo era una mujer adelantada a mi tiempo, como se ha demostrado hoy. Mi vida fue insólita, doliente y fascinante. Y lo que es más importante: visionaria. Me inventé un lenguaje que cien años después ha sido tan bien acogido por los jóvenes, y por aquellos a los que les importa más el mensaje que cómo está escrito. Por lo pronto suprimí del alfabeto siete letras (c, h, qu, v, x, y, z) y así escribí mi opúsculo ‘La eskritura futurista’ sin ninguna de esas consonantes. Por esa época conocí a Federico, al que inspiré su obra de teatro La zapatera prodigiosa, y también el personaje de Amelia en La casa de Bernarda Alba; Amelia era el nombre con el que yo firmaba mis pinturas.

Yo misma me costeaba la edición de mis libros y los vendía en la zapatería de mi familia. Escribí tres ensayos y dos obras de teatro. En mi obra reflexionaba sobre un mundo sin fronteras, reclamaba la igualdad entre hombres y mujeres, exigía la dignificación de obreros y campesinos, proponía legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo… Lo que todos consideraban mi locura era su reflejo, el reflejo de la locura social y de la ignorancia que me rodeaba. Escogí aparecer como una demente ante los demás con tal de continuar siendo yo misma.

La sociedad que juzgaba mi comportamiento intolerable; mis aspiraciones de igualdad y progreso, inadmisibles; mi disidencia, inaceptable… la sociedad que censuró con dureza mi independencia y que me rechazó con insultos y burlas, me enterró en el olvido y en el silencio más absoluto. Solo ahora −cuando han pasado tantos años desde mi asesinato− algunas investigadoras, escritoras y artistas, están empezando a recuperar mi memoria.

Savitribai Phule

Savitribai Phule

सावित्रीबाई फुले

Una epidemia de peste bubónica está azotando Maharashtra. Como mi hijo es médico preparo con su ayuda una clínica para atender a los enfermos, a la que dedico todo mi tiempo y todos mis recursos. A la vez organizo un campamento para los niños de las familias afectadas. Un día me contagio. Y muero el diez de marzo de 1897, a los 66 años de edad.

Nací en 1831. Me casaron a los 9 años. Mi marido, Jyotirao, tenía 12.  A Jyotirao, que se quedó huérfano de madre con tan solo un año de edad, lo había criado su tía Sagunabai Kshirsagar, una viuda niña de mentalidad feminista y abierta, que le dio todo el amor del mundo. Sagunabai también me acogió con toda su capacidad de entrega, y las dos desarrollamos un profundo vínculo de cariño. Ella siempre nos apoyó y secundó en todos nuestros proyectos. Su aportación para la educación de Jyotirao, que lo convirtió en el ser sensible que fue, y para educarme a mí, fue fundamental; nosotros la quisimos y respetamos como a una verdadera madre. Le debemos casi todo lo que fuimos y lo que somos.

Como todas las niñas de mi tiempo yo era analfabeta, Jyotirao −que había ido a la escuela, a pesar de que por aquella época se consideraba que solo los varones de la casta Brahman tenían derecho a la educación−, al saber que yo tenía muchas ganas de aprender, me enseñó a leer y escribir y me dio clases de ciencias y de literatura… Sagunabai Kshirsagar también quiso aprender ella misma, y estudiábamos juntas. Más tarde me matriculé en la Escuela de Magisterio, en Pune. La educación es el único medio que tenemos las mujeres −igual que las castas consideradas inferiores− para liberarnos de las cadenas de las prácticas discriminatorias construidas socialmente. Así fue como decidimos iniciar una campaña educativa para sacar a las niñas del reino del analfabetismo y la ignorancia. A pesar de que la educación de las niñas se consideraba contraria a las Escrituras, y a pesar de la oposición por parte de los brahmanes, que conspiraban en nuestra contra, y a pesar de que hasta la familia de Jyotirao nos dio la espalda, en 1848 abrimos la primera escuela para niñas de todas las castas. Y el sueño de Sagunabai se hizo realidad. Después de eso, Jyotirao y establecimos 18 escuelas, para niños y niñas, una tras otra, hasta 1851. Sagunabai estaba orgullosa de nosotros, a pesar de todas las complicaciones nunca dejó de apoyarnos. Nuestra madre, la imagen de la bondad, el afecto y la compasión, falleció el 6 de julio de 1854. Pero permaneció para siempre en nuestros corazones y estuvo presente en todas nuestras obras.

Jyotirao y yo no tuvimos hijos, pero sabíamos querer, como nos enseñó Sagunabai, sin que fuera necesario que los hijos fueran biológicamente nuestros, por eso adoptamos a Yashwant. Con el tiempo estudió medicina, y fue la alegría y la luz de nuestros corazones.

El desarrollo de mi labor no fue fácil. Tuvimos que enfrentar los problemas con los hindúes ortodoxos de casta superior, que intentaron cerrar nuestras escuelas. Difundieron rumores sobre mi persona: dijeron que mi esposo moriría prematuramente, que la comida de las mujeres que estudian se estropea y se agusana, que las mujeres que saben escribir lo hacen para mandar cartas a hombres desconocidos… Cuando comprobaron que no me desanimaban en mi afán de aprender y de enseñar, comenzaron los insultos y ataques personales: me arrojaban estiércol, huevos, tomates y piedras. Yo llevaba siempre un sari limpio en mi bolso, para poder cambiarme. Un día me revolví y abofeteé a uno de los que me insultaban. Finalmente presionaron a mi suegro, el padre de Jyotirao, en cuya casa vivíamos, que nos echó a la calle.

Usman Sheikh, un amigo de Jyotirao, nos alojó. La hermana de Usman, Fatima, que ya sabía leer y escribir, y yo, nos hicimos muy amigas. Animada por Usman −qué importante es que los hombres nos apoyen, sin Usman y sin Jyotirao la vida de Fatima y mía hubiera sido mucho más complicada− Fatima me acompañó a otro programa de formación de profesores. Así se convirtió en la primera profesora musulmana de la India. La amistad que nos unió, nuestra idea común de la necesidad de la formación y de la libertad, por encima de castas y religiones, fue hermosa y demuestra que otro mundo es posible.

Además de ayudar a los niños, apoyamos a las viudas. En La India, la tradición prohibía el matrimonio a las viudas, porque la mujer se consideraba como una propiedad, y si se volvía a casar se producía un problema por el traspaso. La viuda era propiedad de la familia del marido, que no tenía obligación de mantenerla. Una viuda no tenía ningún derecho. Se le afeitaba la cabeza y se le decía que estaba muerta en vida. No se la mantenía, pero tampoco era libre. Algunas eran niñas que ni siquiera habían llegado aún a la pubertad. Por eso abrí una casa de acogida para las viudas de las castas más bajas, en la que acogíamos también a muchas niñas recién nacidas para protegerlas del infanticidio. En mi casa todos, hasta los intocables, podían venir a beber agua limpia, algo que la sociedad les negaba.

Fundé una asociación feminista Mahila Seva Mandali para concienciar a las mujeres contra el matrimonio infantil, el feticidio femenino y el sistema sati. Abrí un ashram para viudas y huérfanos. Organicé un boicot contra la tradición de rapar a las viudas. Hice un llamamiento a las mujeres para que salieran de las barreras de casta y las animé a reunirse y organizarse.

Cuando Jyotirao murió, en 1890, fui la primera mujer de La India que encendió ella misma la pira funeraria de su marido, sin importarme la oposición, ni las críticas que se alzaron en mi contra. Después seguí adelante con toda la obra social que iniciamos juntos.

Recopilé y edité los discursos de Jyotirao… y escribí poemas. Publiqué dos poemarios: Kavya Phule y Bhavan Kashi Subodh Ratnakar

Muero feliz. He hecho tanto bien, tanto por mi país, y tanto por las mujeres de mi país… El empoderamiento total de las mujeres es todavía un sueño lejano en la India. Mientras llega, celebrad mi vida y mi legado, no olvidéis nunca que hay hombres, como Jyotirao y Usman, capaces de apoyarnos sin reservas. No olvidéis nunca a Fatima Sheikh, mi amiga y colega tan querida, y nunca, nunca, olvidéis a Sagunabai, sin cuyo amor mi obra jamás hubiera sido posible.

Annemarie Schwarzenbach

Annemarie Schwarzenbach

Un bello ángel devastado

El 6 de septiembre de 1942 una amiga me prestó su bicicleta, y me lancé cuesta abajo, a tumba abierta, soltando las manos del manillar… La rueda tropezó y salí despedida. Mi cabeza se estrelló contra una piedra. Cuando desperté no podía hablar, no recuperé la lucidez en las diez semanas que precedieron a mi muerte. Mi madre y mi abuela quemaron mis papeles, los diarios donde plasmé mis obsesiones y mis miedos, los manuscritos que no había publicado, las cartas de los Mann, de Carson McCullers, de mi marido Claude… y lo hicieron el mismo día de mi muerte, como si quisieran callarme para siempre.

Casi lo consiguieron. Mi nombre acabó siendo una nota en la novela Reflejos en un ojo dorado, que Carson McCullers me dedicó. Los libros que publiqué −y los pocos manuscritos que no fueron destruidos− permanecieron en el olvido hasta que los rescató un estudioso suizo, cuarenta años después.

Solo vivo cuando escribo. Cuando no escribo soy nadie. No existo. Cuando no escribo mi alma no tiene paz, ni descanso. Busco el placer compulsivamente, pero el placer es efímero, bebo, fumo, me drogo, follo, conduzco, viajo, me muevo, huyo hacia adelante −o hacia dónde sea−, huyo, huyo… Tal vez no haya aprendido muchas cosas nuevas, pero lo he visto todo, lo he experimentado todo en carne propia. No soy comedida, quiero lo único todos los días.

Nací en Zúrich, Suiza, en 1908. Mi familia era muy rica. Me educaron en casa con institutrices. Mi madre era nieta del canciller Von Bismarck, tenía simpatías por el partido nazi, y una relación amorosa −tolerada por mi padre− con la cantante de ópera Emmy Krüger. Su carácter era muy dominante, por lo que chocábamos continuamente, además yo, en contra de toda mi familia, era radicalmente antifascista. Las peleas y discusiones en casa fueron constantes.

Mi viaje personal comenzó cuando me matriculé en Historia y Literatura en la Universidad de Zurich. Por mi físico y mi forma de vestir, siempre con ropas masculinas, era atractiva tanto para los chicos como para las chicas, y disfruté esa ambigüedad. A los 23 años me doctoré en Historia y publiqué mi primera novela El círculo de Bernhard.

Me trasladé a Berlín, cuya vida nocturna era la más intensa de Europa. Me sumergí en ese ambiente perturbador. Frecuenté los bares y los clubes, disfruté del sexo y la belleza. Trabé una buena amistad con Erika y Klaus, los hijos del novelista Thomas Mann, que fue quien me describió con la frase: «un bello ángel devastado». Me enamoré de Erika, que no me correspondió −ella estaba enamorada de la actriz Therese Giehsen y a mí me veía como a una hermana pequeña−, me hice amiga inseparable de Klaus, con quien comencé a juguetear con las drogas. La amistad que me unió a Erika y Klaus Mann perduró hasta el día de mi muerte.

Conocí a Mopsa Sternheim a la vuelta de un viaje a Escandinavia, donde me envió la agencia Akademia para unos reportajes. Mopsa consumía drogas como si fueran caramelos, con ella me enganché a la morfina.

Viajé a España con Marianne Breslauer en 1933. Marianne me hizo mi retrato preferido, supo fijar “Die dunkle Seite”, el lado oscuro, la cara tenebrosa de mi alma. Es un retrato que destila poesía oscura y emoción contenida, una imagen que devuelve mi mirada herida por una insondable desesperanza. Marianne también me comparó entonces con un ángel: eres la imagen que tengo del arcángel Gabriel en el Paraíso. Cuando regresamos de España no pudimos publicar nuestro trabajo en Alemania, porque Marianne era judía. También Erika y Klaus tuvieron que escapar de Alemania, y yo, junto a Klaus puse en marcha una revista de oposición a Hitler. Die Sammlung, que editábamos en Amsterdam.

El 12 de octubre de 1933 subí al Orient-Express, rumbo a Persia. Fue una revelación, los paisajes, las costumbres, la irrealidad de los desiertos a la luz de la luna. Bebí, me drogué, enfermé… por las noches acudía a los lugares más siniestros a los barrios más marginales, por las mañanas despertaba ebria de haschich y de sexo. No estaba preparada para enfrentarme a la yerma vastedad asiática, cuya inmensidad, espanto, conmovedor despliegue de colores y férreo poder de destrucción no lograba calibrar. A mi regreso a Europa, el Tercer Reich me negó la condición de residente.  Regresé a Persia un año después para trabajar en una cantera arqueológica. Entonces conocí a Claude Clarac en la embajada francesa de Teherán, unos meses después nos casamos. Nuestra vida era interesante, pero la realidad es que yo nunca serví para esposa de diplomático. La escritura y la droga continuaban acompañándome en mi día a día, hasta que en una recepción conocí a Yalé, la hija del embajador de Turquía. Su exótica belleza me cautivó. El brillo febril de sus ojos, su ardor… estaba enferma de tuberculosis y sabía que no viviría mucho. Nuestro amor fue corto y apasionado. Yalé escapaba de su casa para venir a pasar las noches conmigo, hasta que su padre la encerró y le prohibió volver a verme. En verano fui junto a Claude al Valle de Lahr, entre las montañas. Allí llegó la noticia de la muerte de Yalé. A ella le dediqué Muerte en Persia, el más herido de mis libros, el más inconsolable. Perdida, apátrida, a merced del viento, del frío, del hambre… siempre sola, empujada hasta el mismo borde del abismo. Hubo un tiempo en que todos los caminos estaban abiertos. ¿Y cómo es que no me conformé con eso? ¿Por qué me empeñé con tanta obstinación en dar rodeos, en seguir caminos equivocados? Todos acabaron aquí arriba, en este Valle de Lahr, el Valle Feliz, del cual mi corazón ya nunca podrá salir.

Cuando volví a Suiza a fines de 1935, la mayoría de mis amistades quería dejar el continente. Yo resolví viajar a los Estados Unidos, hice reportajes en las ciudades industriales del Norte, investigué las condiciones de vida de los obreros agrícolas y los problemas raciales en el Sur…  Capté con mi cámara la mirada desesperanzada de la gente, escribí artículos…

A mediados de 1938, conocí a Ella Maillart, e hicimos un viaje por Afganistán en mi Ford. Ella intentó ayudarme con mis angustias y mi adicción, aunque yo sabía que nadie podía ayudarme. Al llegar a Kabul nos enteramos del estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Regresé en 1940. Europa estaba destruida. Un día, en casa de unos conocidos me encontré con Margot von Opel, esposa del industrial Fritz von Opel. Iniciamos una relación tormentosa, que Fritz toleró a regañadientes. Margot me propuso ir a vivir con ellos al Hotel Plaza, en Nueva York. Mi estancia allí estuvo marcada por el dolor, el drama y los escándalos. Necesitaba escribir, para sentirme viva, pero solo podía escribir cuando me emborrachaba o me drogaba, a la vez que las drogas y el alcohol me enloquecían, igual que su falta. Carson McCullers, una muchachita de 23 años que acababa de publicar El corazón es un cazador solitario, se enamoró de mí. Yo la admiraba, admiraba su talento, pero no podía corresponder a sus sentimientos, seguía enamorada de Margot. Siguieron tiempos muy confusos, monté varios escándalos, intenté suicidarme enloquecida por la noticia de la muerte de mi padre, me internaron en una clínica psiquiátrica, de la que escapé. Intenté suicidarme de nuevo. Monté otro escándalo. Volvieron a internarme, y se me comunicó que me expulsaban para siempre de los Estados Unidos.

En marzo de 1941, regresé de nuevo a Suiza, pero muy pronto volví a ponerme en movimiento. Ese movimiento constante, esa búsqueda incesante de una orilla que me devolviese a la infancia, a la tierra prometida, que duró toda mi vida. Viajé como periodista acreditada al Congo Belga, allí estuve una temporada. En mayo de 1942 fui a Lisboa, donde solicité un puesto como corresponsal. En junio, antes de volver a Suiza, pasé por Tetuán para pasar unos días con Claude, que estaba destinado allí. En agosto vino a visitarme a mi casa de Sils Therese Giehse. En septiembre… subí a una bicicleta para recorrer el trecho final de mi corta vida. Mientras estaba inconsciente acudieron muchos amigos, incluso Claude, que viajó expresamente desde Tetuán e insistió apoyándose en el hecho de que, gustara o no a mi familia, era mi marido; pero mi madre no permitió que me viera antes de morir, ni él ni nadie.

A pesar de mi misma mis amigos me amaban y nunca me abandonaron, ni en mi muerte, Claude, Erika y Klaus, Therese, Carson, Ella… todos me lloraron, algo debieron encontrar en mí que yo, profundamente sumergida en mi devastación, nunca supe ver.

Algún día todo tendrá sentido: los fumaderos de opio de Samarcanda, los desiertos y los jardines persas, mi amor dilapidado, la muerte de Yalé, las instituciones psiquiátricas, y mi vida amargamente equívoca… algún día mi alma de ángel devastado conseguirá escapar del desamparo.

Dorotea Bucca

Dorotea Bucca

Muero en 1436, a los 76 años de edad. He conseguido vivir holgadamente de mi profesión y ser admirada y estimada. Lo mejor de la juventud de Europa ha venido expresamente para matricularse en mis clases. He sido profesora de Universidad durante más de cuarenta años,

Nací en 1360, en Bolonia. Mi padre, Giovanni Bucca, era un filósofo y médico muy afamado. Yo seguí sus pasos, me doctoré en Filosofía y Medicina en la Universidad de Bolonia, donde ejercí el magisterio a partir de 1390, ocupando la catedra de mi padre cuando él se retiró. Llegué a ganar cien liras por mi trabajo, lo que me enorgullece teniendo en cuenta que en mi época el sueldo de los profesores lo decidían los alumnos.

Mi suerte fue que en Italia había un sesgo de género mucho menor que en el resto de Europa. Las mujeres estuvimos presentes en muchas áreas diferentes de la ciencia y el saber, mientras que en otros países eso era mucho más complicado para nosotras. La Universidad de Bolonia se caracterizaba por permitir a las mujeres matricularse y ejercer. Otras mujeres que se formaron allí destacaron, tanto en la medicina como en otras profesiones. Bettisia Gozzadini, por ejemplo, se licenció en derecho en 1237, siendo una de las primeras mujeres de la historia en obtener un título universitario.

En la edad media, en Italia, también se formaron otras médicas, como Trota de Salerno, que redactó tres tratados sobre medicina; Abella de Castellomata, especialista en embriología; Jacobina Félicie que fue procesada en Francia por práctica ilegal, al no tener un título homologado; Alessandra Giliani, la primera mujer registrada en documentos históricos como practicante de anatomía y patología; Rebecca de Guarna, autora de tres libros De Urinis (sobre la orina), De febrius (sobre la fiebre) y De embrione (sobre el embrión); Margarita da Venosa, cirujana; Mercuriade de Salerno, autora de tres trabajos incluidos en la Collectio Salernitana; Constance Calenda especialista en enfermedades oculares, como Calrice di Durisio; Thomasia de Mattio…. Y muchas otras, de las que quedan algunos registros, pocos; curiosamente si ha quedado constancia escrita de muchas de nosotras ha sido gracias a un edicto del Papa Sixto IV −el de la Capilla Sixtina− sobre médicos y cirujanos. No cabe duda de que hubo mujeres científicas en la edad media, y no solo en Italia. Por mi parte, puedo estar satisfecha con mi vida, fue larga y productiva. Ejercí mi profesión de médica y la enseñanza de la medicina con confianza y dignidad.

Dihya Al-Kahina

Dihya Al-Kahina

ⴷⵉⵀⵢⴰ

He muerto tantas veces que no sé cuál de ellas es la cierta. Tal vez me suicidé con veneno a los 127 años, como contó Ibn Khaldoun, después de mi última batalla. O tal vez me decapitaron a los 85, tras hacerme prisionera, para enviar la prueba de mi muerte, mi cabeza, como trofeo al califa omeya. Quizás, lo más probable, caí en combate, en la batalla de Tarfa, un oasis que desde entonces se conoce como Bīr el-Kāhina −el oasis de la Kahina−. He muerto tantas veces porque no he muerto. Sigo errante, cabalgando libre por el desierto toda la eternidad. Sigo viva, porque mi familia no me olvidará nunca, vivo encarnada en los cuerpos de las imazighen tatuadas, y en los recuerdos de mi gente.

Cuando nací, en el año 645, la historia de mi pueblo se remontaba a 8.000 años. Luchamos contra los egipcios, que nos llamaban garamantes, en tiempos de los faraones. Luchamos contra los griegos, contra los romanos, contra los bizantinos, contra los judíos, contra los cristianos, contra los árabes… Y todos dijeron que nos habían derrotado y todos dijeron que nos habían doblegado. Pero los imazighen siempre seremos libres y el tamazigh nuestra lengua. No necesitamos fronteras, porque somos la tierra y la tierra es nuestra, toda esta tierra, a la que los romanos llamaron Ifriquia, y los árabes Ifriquiyya… El nombre de nuestra tierra terminó siendo el nombre de todo el continente. África. No existe palabra más hermosa.

Mi nombre es Dihya −Gacela Hermosa en tamazigh−, hija de Thabet. Pasaré a la historia como Al Kahina, el apodo que me pusieron mis enemigos, Al Kahina: la hechicera, la bruja. Me temían, me describían como grande y terrible, sus historiadores difundieron leyendas y calumnias sobre mi persona, pero no consiguieron vencerme.

Cuando nací, mi padre se sintió decepcionado porque esperaba un varón que pudiera sucederle liderando al pueblo amazigh, pensaba que una niña no podría hacerlo. Yo le demostré que podía ser tan buena como cualquier hombre montando a caballo y blandiendo la espada, le recordé a Tin Hinan, reina guerrera y madre espiritual de los tuaregs. Me nombró su sucesora, y a su muerte subí al trono. Me casé dos veces, tuve dos hijos y una hija, de padres diferentes. Tuve amores con Kusaila, jefe de los auraba, que comandaba la rebelión contra los invasores omeyas. Cuando Kusaila fue asesinado en 688, en la batalla de Mamma, me correspondió a mí liderar la resistencia amazigh, y, aunque había luchado en batallas anteriores, en esta ocasión me puse al frente de las tropas.

Derroté a los musulmanes en la batalla del oued Nini, y en la batalla de Meskiana. Tras estas victorias adopté a un prisionero árabe: Khālid ibn Yazīd; al que tanto favorecí y tanto amé, y terminó traicionándome. De su mano llegó mi final.

Fui buena estratega, líder política y guerrera, la primera en el combate, conseguí unificar a nómadas y sedentarios, puse a mi pueblo por encima de todo. Defendí con uñas y dientes nuestra cultura y nuestra tierra durante treinta y cinco largos años. Mi pueblo no me olvida.  Hoy algunos me llaman Yemma Kahina −madre en tamazigh−. Para los árabes soy la bruja que se opuso con toda su alma a la expansión del islam en Ifriquiyya, y tantos problemas les dio. Para los imazighen soy el símbolo de la independencia y la libertad. Para el resto del mundo la personificación de una mujer con un destino excepcional.

Hermila Galindo Acosta

Hermila Galindo Acosta

Al final de mi vida, mi situación económica linda la pobreza, a la que me ha abocado la ruindad de los políticos de este país, mi país, por el que tanto he hecho. En la mañana del 18 de agosto de 1954, con 68 años, mi hija me encontrará muerta en la cama, a causa de un infarto fulminante de miocardio. Fallezco con la certeza del deber cumplido, porque hace exactamente diez meses el Congreso ha aprobado el sufragio femenino.

Nací en 1886, en Ciudad Juárez −qué dolor, qué gran dolor, qué desconsuelo, que el nombre de la ciudad que me vio nacer, esté, en estos tiempos extraños, en este siglo XXI, ligado íntimamente, como carne y uña, como pez y agua, a la palabra feminicidio−. Mi madre falleció tres días después de dar a luz, y mi padre −que tenía otra familia, aunque me reconoció como hija suya− me entregó al cuidado de mi tía, Ángela Galindo. Fui una buena niña, obediente y estudiosa, mi padre estaba orgulloso de mí y pensaba enviarme a Estados Unidos, para estudiar Química, pero falleció de forma inesperada. Dejó una herencia considerable, incluyéndome en su testamento, pero mis hermanos lo impugnaron, y a los dieciséis años tuve que empezar a ganarme la vida dando clases particulares. Más tarde entré a trabajar como taquimecanógrafa en un despacho de abogados, ahí comencé a interesarme por la política. En el año 1909 sucedió algo que cambió mi historia: el abogado Francisco Martínez Ortiz pronunció un discurso en el que atacaba abiertamente a la dictadura de Porfirio Díaz. El discurso fue prohibido, pero yo, en un acto de rebeldía tomé nota taquigráfica del discurso, y conseguí distribuirlo. Los lideres de la oposición se pusieron en contacto conmigo para obtener más copias, y así me vi inmersa en la revolución. Me topé con la política casi por casualidad, pero a partir de entonces mi compromiso no dejó de crecer: viajé por todo México durante los siguientes años organizando clubes revolucionarios en pueblos y aldeas haciendo hincapié en la necesidad de defender la soberanía nacional y de llevar a cabo una reforma social. Siempre insistí en que la vertiente feminista era imprescindible y debía constituir uno de los pilares de la revolución mexicana. Por entonces en México las mujeres casadas no tenían absolutamente ningún derecho, estaban excluidas de participar en cualquier asunto público y carecían de personalidad jurídica para realizar cualquier contrato. No podían deshacerse de sus pertenencias personales, ni siquiera administrarlas, y estaban legalmente descalificadas para defenderse contra la mala administración de su patrimonio por parte de sus esposos, incluso cuando lo utilizaban para fines innobles y ofensivos para ellas. No tenían autoridad sobre sus hijos y no tenían derecho a intervenir en su educación…

En septiembre de 1915 fundé, junto a otras feministas, la revista ‘La mujer moderna’. Cada vez estaba más segura de que debía concentrar mis esfuerzos en promover una agenda feminista en un ambiente político que estaba totalmente dominado por los hombres. Mi actitud y mis convicciones indignaron a la mayoría de los hombres mexicanos y también a la mayoría de las mujeres conservadoras del país. No pude asistir al primer congreso feminista de México, celebrado en 1916, pero el documento que envié, con el título ‘La mujer en el futuro’, resultó ser una bomba cuando se leyó en la Asamblea. En él denunciaba a la Iglesia, como el mayor obstáculo para el logro de los objetivos feministas en México. Exigía el sufragio de las mujeres, la legalización del divorcio y el fin de la cultura del machismo. Mis ideas eran tan radicales para la sociedad de la época que escandalizaban hasta a las feministas mexicanas, pero yo nunca me desanimé, y logré que Carranza promulgara una nueva Ley de Relaciones Familiares en 1917.

Desafié la ley electoral,​ y me presenté como candidata a las elecciones federales de 1918. Nunca se supo cuántos votos obtuve porque mi participación fue declarada ilegal. Pero, para mi sorpresa, obtuve más votos de los que imaginaba, y hubiera salido elegida si la Cámara de Diputados no los hubiera declarados nulos.

En esos años no solo me dediqué a la agitación, a la propaganda y a la defensa de los derechos de las mujeres, me convertí en periodista y fui una editora altamente productiva. Además de mi trabajo para la revista ‘La Mujer Moderna’, escribí cinco libros sobre diversos temas relacionados con la revolución mexicana.

El sangriento final del régimen de Carranza, también supuso el final de la primera etapa del feminismo mexicano, y mi retirada de la política. Continué escribiendo y publicando libros en los que reclamaba la igualdad de derechos y oportunidades para las mujeres, pero me retiré para casarme y llevar una vida más tranquila.

En 1953, vi realizado mi sueño, cuando se modificó el artículo 34 de la Constitución. El logro no fue solo mío, hubo otras mujeres que me acompañaron, que tampoco abandonaron la lucha, como Elvia Carrillo Puerto, Adelina Zendejas, Adela Formoso de Obregón Santacilia, María Lavalle Urbina, Amalia Castillo Ledón… aunque las mujeres de México tuvieron que esperar aún varios años para que la igualdad política se hiciera efectiva.