Beatriz, condesa de Día

Beatriz, condesa de Día

A punto de morir, a mis 72 años, he vivido mi tiempo con toda la intensidad de mi temperamento poético y exaltado. He amado. He sido una gran domna que ha sabido cantar al amor −en mi lengua amor es femenino−. Mi poesía está repleta de amor, sin más, porque yo −como todas las trobairitz− he cantado al concepto femenino universal del amor, mientras nuestros colegas masculinos, en cambio, han cantado al rígido concepto de la fin’amor. Por eso he amado a mis amantes como a mis iguales, como a mis amigos, nunca como a mis señores. Y he despreciado por traidores a aquellos que se declararon mis servidores y luego pretendieron ser mis amos. Yo he sido la única señora y domna de mi vida y de mis actos, la autora de mis poemas, mis canciones y mis trovas, que en el futuro cantarán los niños en mi vieja y hermosa lengua, mi lengua occitana. Cuando todos hayan olvidado mi lengua y mi cultura cátara, quedará mi canción, nadie podrá arrebatarme mi canción.

Pero ahora voy a morir, aquí, en Provenza, donde, en este año 1212, otra trobairitz, Garsenda de Forcalquier, está a punto de tomar bajo su mando el destino del condado, uno de los más poderosos de Occitania. Garsenda, la única heredera del condado de Forcalquier, se casó muy joven con el conde Alfonso de Provenza y quedó viuda en 1209, el mismo año en que comenzó la invasión francesa, camuflada de cruzada contra los cátaros, para acabar con la independencia occitana.

En el año 1140, cuando nací, Occitania florecía. Prácticamente no había siervos. Cada agricultor podía obtener tierras y cada ciudadano podía convertirse en caballero. Las mujeres podíamos heredar propiedades, comerciar, formarnos, estudiar, y expresar nuestras opiniones. Los condes compartían el poder con cónsules libremente elegidos. La Iglesia Cátara −que permitía a las mujeres recibir la ordenación espiritual y predicar− no exigía diezmos, mientras que la Iglesia Católica exigía una octava parte de la cosecha de cereales, lo que, junto a la ostentación del clero, la hacía despreciable a nuestros ojos.

Aunque yo sea la más conocida, no era, ni mucho menos, la única. Estaba Tibors de Sarenom, la mayor de nosotras, amable y sabia; la culta y educada Azalais de Porcairagues, que vino de Montpellier; Bieiris de Roman, enamorada de Na María; la misteriosa e inteligente Alamanda de Castelnau; Guilelma de Rosers, la másprofesional; Almodís de Caseneuve, que mantuvo un hermoso intercambio de poemas con su vecina Iseut de Capio; Caudairenga, cuyo marido, Raimon de Miraval, la repudió «porque sabe bien hacer coplas y danzas» y «basta con un trovador en una casa», ella sin rechistar se fue a vivir a casa de su amante y se libró para siempre de Raimon, que más tarde quiso volver con ella −porque ninguna mujer quería ser la domna de un hombre tan despreciable−; la erudita Azalaïs d’Altier; la bella Lombarda, una de las pocas mujeres que escribió en trobar clus; María de Ventadorn, no solamente una gran trobairitz, también una de las domnas más cantadas de toda la lírica trovadoresca; la exótica Ysabella, tan necesitada de amar y ser amada… y tantas otras…

Por suerte para mí no viviré para ver la caída de Montségur, en 1244, fecha que va a suponer el fin de nuestra cultura y nuestras costumbres. La mayor parte de mis compañeras tendrán que emigrar a Italia a consecuencia de las guerras albigenses. Muy pocos cancioneros de origen occitano van a llegar hasta las generaciones futuras. La existencia misma de las trobairitz se pondrá en duda.

Ono no Komachi

Ono no Komachi

Nací en 825, en la ciudad de Yuzawa. Mi padre era el señor de Dewa. A los 13 años me enviaron a Heian-kyo −que más tarde se conocerá como Kioto−, junto a mi hermana mayor, para servir en la Corte Imperial. Corría el período Heian. Una época en la que todo se centraba en el refinamiento y la estética. En aquella corte y en aquel periodo, gracias a mi sensibilidad, a mi belleza, y, sobre todo, a mi inteligencia, me hice famosa. Era conocida por mis habilidades con el koto, la caligrafía, el canto y el baile, pero fue mi poesía lo que llamó más la atención, por eso Ki no Tsurayuki me incluyó entre los seis mejores poetas de waka de la antología Kokinshü.

Fui dama de dormitorio del emperador Ninmyo hasta su fallecimiento en el año 850. A partir de ese momento me sentí libre para amar tanto a hombres como a mujeres. Amé mucho, con ardor e intensidad, e intercambié poemas con las personas con las que tuve aventuras románticas, pero mi aventura más apasionada −y a quien dediqué los poemas más hermosos− fue Narihira. Él también tuvo numerosas amantes, y es que tener amantes no estaba mal visto en mi época, pero eso no hacía que la tensión emocional, la pasión y los celos no existieran. Y los poemas eran la forma principal de comunicar todos estos sentimientos: los hombres escribían poemas a hombres, las mujeres a otras mujeres y, por supuesto, los amantes se escribían poemas entre sí.

Mucho se ha hablado de la dureza de mi corazón y de mi crueldad con los hombres. Yo no lo siento así. Es cierto que desprecié a muchos. No tengo que dar explicaciones sobre mis preferencias. Aunque parece que si una mujer es hermosa y hace con su cuerpo y su vida lo que desea, debe ser castigada, por eso las leyendas me supondrán vieja pobre y lamentando mis culpas, pero sólo son leyendas… Se han escrito tantas sobre mí que hasta han tenido que categorizarlas. La realidad es que hubo un momento en que tuve claro que, en una sociedad dominada por los hombres, el budismo era la única alternativa; así podría dedicarme al estudio, la música, la literatura…, y conservar mi libertad de pensamiento y de acción.

Sigilosamente, sin ruido, me preparé para la orden bhikṣuṇī recibiendo enseñanzas en la tradición Dharmaguptaka Vinaya, y así hice en secreto mis votos monásticos tomando el nombre de novicia Zenki, como un particular homenaje a la emperatriz Suiko.

Antes de cumplir cuarenta años y siendo considerada aún la más hermosa, me rapé la cabeza y me retiré a Hokke-ji, el monasterio que fundó la emperatriz Kōmyō en el 745. Adios Komachi, adios. Nadie volvió a saber nada de mí. A partir de ese momento florecieron las leyendas en torno a mi vida y, sobre todo, en torno a mi final.

Como bhikṣuṇī Zenki en Hokke-ji, y hasta el fin de mis días, me dediqué a los ritos de liberar animales, y a curar enfermos mediante vapores de plantas medicinales. Mis meditaciones y lecturas se centraron en la idea de la impermanencia y la mundanalidad (mujō), las consecuencias del karma y la perspectiva de la iluminación de la mujer.

Pero ahora… Mi cuerpo y mi rostro, que un día fueron considerados los más bellos de todo Japón y de todo Oriente, se relajan… Nada más terminar mi waka de la despedida de este mundo, comienza la distensión, la primera de las nueve etapas de la decadencia. Mi cuerpo pasará por la ruptura y la putrefacción antes de ser devorado por los animales y reducido a huesos para culminar en la disolución en la tierra, en la novena etapa, que pondrá definitivamente el punto final a mi existencia como encarnación en esta vida.

Karima Abbud

Karima Abbud

Hoy, 27 de abril de 1940, a los 49 años de edad, en mi ciudad natal, Belén, arropada por mi querido esposo, Faris Tayeh, y mi amado hijo, Samir, agonizo entre brotes de fiebre y ataques de tos, con las sábanas bañadas en sudor y los blancos paños manchados de sangre. Me está matando la tuberculosis, la peor enfermedad que existe, la que no tiene cura, la que más muertes está dejando este año nefasto en todo el medio oriente. En occidente Hitler está en la cumbre de su poder, y dentro de unos días Churchill pronunciará su discurso «sangre sudor y lágrimas…». Ay, cuánta sangre, cuánto sudor y cuántas lágrimas tendrá que derramar muy pronto mi pueblo… Mi agonía es tan solo una metáfora, un somero anuncio de todo el dolor que se aproxima implacable.

Fui una niña feliz en esta tierra a la que tanto amo. En esta tierra que tan importante ha sido, es y será para la humanidad. En esta tierra a la que, aún, le queda tanto que padecer… En Palestina, la tierra que acogió a mi familia con los brazos abiertos cuando llegaron del Líbano a mediados del siglo dieciocho. Tuve dos hermanas Katerina y Lydia, y tres hermanos Najib, Karim y Mansour. Mi madre era maestra y mi padre pastor de la Iglesia Evangélica en Belén. Al finalizar mis estudios en Belén y Jerusalén, me matriculé en la Universidad Americana de Beirut para estudiar literatura árabe. Crecí en un ambiente multilingüe y multicultural. Desde pequeña hablaba y escribía perfectamente árabe, inglés, alemán…

Cuando era muy jovencita mi padre me regaló una cámara de fotos. Un fotógrafo armenio me enseñó la técnica para revelar las placas y el positivado. A principios de la década de 1920, finalizados mis estudios en Beirut, regresé a Palestina, abrí mi propio estudio en mi casa de Belén y me dediqué profesionalmente a la fotografía. Me hice famosa porque era muy buena coloreando las fotografías. Importaba el material de Egipto y revelaba yo misma las fotos en el cuarto oscuro que construí en casa. Muchas mujeres me visitaban para que las fotografiara. Venían a mi estudio desde Gaza, Jaffa, Haifa, Jerusalén… Yo misma me desplacé a Tiberíades, Haifa y Qisarya, y viajé al Líbano, Siria y Jordania para documentar monumentos arqueológicos o registrar celebraciones históricas o religiosas. Me gustaba recoger en mi trabajo la vida cotidiana de las mujeres palestinas, con sus tradicionales vestidos bordados cuyos diseños representaban los pueblos y ciudades de donde procedían. Mis fotografías proporcionan un documento visual único de la vida social en Palestina. Mis imágenes son un testimonio vivo, un documental mudo, de lo que un día fue un pueblo libre. El único testimonio que hoy queda de cómo era Palestina antes de la expulsión de 700.000 personas y de la destrucción de entre 400 y 600 poblaciones. Antes de la Nakba, la catástrofe.

Por suerte para mí, la luz de mis ojos, la luz que supo dibujar toda aquella vida, no permanecerá encendida para ver la ruina que le espera a mi gente, la destrucción que asolará a mi pueblo, tan amado.

Berta Gamboa

Berta Gamboa

Lucharé hasta el final. No se lo voy a poner fácil a la muerte. Me resisto a cerrar los ojos, estos ojos que todo lo ven, que todo lo registran, estos ojos que hasta el último segundo de mi vida en la tierra van a alumbrar el camino del hombre que me acompaña en este trance, consciente de la oscuridad en la que se va a ver envuelto cuando se cierren definitivamente. Entonces escribirá: En tu agonía, amor, cuánto le costó a la muerte apagarte los ojos. Sopló una vez, dos veces, tres veces, bien lo vi, y tus ojos siguieron encendidos…

Las generaciones venideras me olvidarán hasta tal punto que no se conocerá la fecha exacta de mi muerte, ni la causa. Tan solo se recordará el año −1957− porque, tras mi desaparición, León Felipe −el compañero de mi vida− caerá en una profunda depresión; dejará de trabajar en nuestras traducciones − siempre las hacíamos juntos, aunque sólo las firmaba él−; pasará mucho tiempo sin escribir; no cesará de llorarme hasta el día de su propia muerte.

Nací el 5 de noviembre de 1888, en el número 5 de la calle Gante, en Ciudad de México. Mi padre era pastor protestante. De acuerdo con mi madre decidieron enviarme a estudiar a Estados Unidos −aunque no fuera habitual en la sociedad mexicana de la época−, así que me formé en la Universidad de Cornell, Ithaca (Nueva York). Tras mi graduación obtuve una plaza de profesora de Literatura Española en la misma Universidad.

En 1923, en el transcurso de unas vacaciones en México, conocí a Felipe en Veracruz. Nos enamoramos al instante; me acompañó de vuelta a los USA y muy poco después nos casamos en Brooklyn. Fueron unos años maravillosos, recibimos muchas visitas de España, Federico (García Lorca) y Luis (Cernuda) entre otros; Felipe consiguió trabajo en la Universidad como profesor de Literatura Española; comenzamos con las traducciones de los poemas de Walt Whitman y los ensayos de Waldo Frank, con quien llegamos a tener una bonita amistad. De hecho, Frank fue de los pocos que dejó constancia de mi nombre para el futuro: «El poeta León Felipe y su esposa, Berta Gamboa, están terminando ahora la traducción de este libro −America Hispana. A Portrait and A Prospect−. Mientras yo lo escribía (con el objeto de que pudiese publicarse al mismo tiempo en español para mi otro público de América) ellos lo vertían al castellano». En aquella época neoyorquina, Felipe retomó la poesía, y en 1929 publicó su segundo poemario.

En 1930 volvimos a México, y de allí nos trasladamos a Panamá, donde nos sacudió la noticia de la sublevación militar en España. Hacia allá viajamos en 1937 para participar en el Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, que se realizó en Valencia. En España, no solamente colaboré en las numerosas conferencias, actos y publicaciones en que participaba Felipe, me dediqué a escribir artículos y a hacer fotografías que Felipe admiraba, hasta el punto que decía que yo era su inspiración y su mirada: un miliciano escribiendo en su trinchera, el frente de la Casa de Campo, los daños en el Museo del Prado tras un bombardeo, o el fragor de la batalla en el asalto de las milicias al Cuartel de la Montaña…; por eso comencé a recopilar las imágenes de mi álbum fotográfico el «Álbum de Berta». Como medio de subsistencia nos dedicamos a hacer traducciones por encargo para Espasa-Calpe: dos libros de Bertrand Russell y la autobiografía de H. G. Wells, entre otras cosas. Desgraciadamente, el resultado final de la guerra nos obligó a poner rumbo de nuevo a México para, esta vez, no regresar jamás.

En 1935 acuñé el término La novela de la Revolución Mexicana y publiqué un artículo en Renascent Mexico, New York «The name novel of the Mexican Revolution has been given to this literary production, but only provisionally and in a conventional sense, for it is a mélange of memories, narratives, chronicles, and novels. This cycle includes only the works treating of the crisis period of the Revolution of 1910, that is to say, from 1910 to 1924»; e inicié mi gran obra, cuyos dos volúmenes solo se publicarían tres años después de mi muerte, gracias a Antonio Castro Leal.

Felipe cumplió 60 años en 1944 y por entonces decía: no he aprendido un oficio, no sé pelar una patata y las faltas de ortografía todavía me las corrige mi mujer. Era un castellanote áspero y brusco, serio, que hablaba muy alto con ese acento seco y mesetario −ni los años de exilio, ni yo conseguimos dulcificar su acento−, pero lo amaba así. Nunca se le pasó por la cabeza la posibilidad de escribir poemas de amor, aunque citaba a menudo las palabras de Walt (Whitman): aquel que camina una sola legua sin amor, camina amortajado en su propio funeral. Pero todo lo que escribía era por y para mí. Me dedicó Versos y oraciones del caminante y me llenó de amor y pasión. Disfrutábamos mucho del ocio y la lectura, nos reíamos juntos, nuestra casa se inundaba de alegría cuando llegaban los jóvenes para platicar de poesía…

Durante años, seguí alimentando el «Álbum de Berta». A las primeras fotografías sobre la Guerra en España, añadí fotografías familiares, mías y de Felipe, fotos del día a día, de nuestra vida. Hoy mi «Álbum» no es solo un valioso documento histórico, testimonio de mi trabajo como fotógrafa, de mi valor para asomarme al frente y captar el dolor y la aniquilación, de mi determinación para realizar esas instantáneas en momentos de tanta tensión… También fotografié la furia del mar durante nuestro viaje en barco al exilio, como una metáfora de la rabia con que los refugiados abandonan su tierra. Hoy mi «Álbum», en el que cada fotografía va acompañada de unos versos de Felipe, es un libro veraz, humano y entrañable, sin el cual mi legado habría desaparecido.

Esmeralda Gijón Zapata

Esmeralda Gijón Zapata

Gracias a una beca de ampliación de estudios del gobierno persa llevo varios años viviendo en Teherán. Documento e investigo los manuscritos conservados en el Palacio Real y a la vez estoy traduciendo al castellano el Shāhnāma, la gran obra de Ferdousí; pero no voy a concluir mis trabajos, la traducción, mis notas… todo se perderá, todo quedará en el olvido porque me van a asesinar. La muerte llegará de improviso, en un esguince de sorpresa y terror. Dirán que me encontraron muerta en mi apartamento, en el 151 de la calle Ashari y cerrarán el expediente. Una anotación en el Libro de Defunciones de la Embajada datará mi fallecimiento el 6 de marzo de 1968 a causa de quemaduras; al menos eso es lo que va a declarar Sebu Palandjian […], eso es lo que todos van a dar por bueno a sabiendas de que no es cierto, incluso parecerá que con mi muerte se quitan un peso de encima… quedarán en el aire tantas inexactitudes, tantas preguntas sin respuesta…  Luego me enterrarán en el Cementerio Católico, cerca del Mausoleo de los italianos… qué ironía… En Roma me pitorreaba de un muchacho italiano que quiso ligar conmigo en una fiesta, y cuando me preguntó: Nella España fa molto caldo?; le contesté: No muchos, a mí el que más me gusta es el del cocido. Manuela −Manzanares− lo recordará toda la vida tronchándose de risa. Eso ocurrió durante el crucero universitario por el Mediterráneo de 1933… Pero será mejor comenzar por el principio.

Nací en Madrid, en 1913, en una familia de clase media. Tuve una infancia feliz, hice el bachillerato en el Instituto de San Isidro y luego pasé a la Universidad Central para estudiar Filosofía y Letras. Cuando fundaron la Escuela de Estudios Árabes solicité una beca y me la concedieron; así me convertí en una de las arabistas −ese gremio tan escaso y apartadizo desasistido por lo común de la atención pública, debido a la rareza de los temas que tratan, y con tan clara conciencia de hallarse extramuros de las Humanidades europeas…, como nos definió Emilio García Gómez− de la universidad española, junto con mis compañeras y amigas Manuela −Manzanares−, Ángela −Barnés− y María Luisa −Fuertes−. Todas éramos becarias.

Estaba estudiando las Tafsiras del Mancebo de Arévalo cuando −otra vez gracias a una beca− me embarqué en el Ciudad de Cádiz, nuestro refugio español durante los cuarenta y cinco días que duró el crucero universitario del 33. Ciudad de Cádiz, corcel blanco que, galopando por el lomo dorado y azul del Mare Nostrum convirtió en realidad el lejano Oriente que era para mí, hasta ese instante, una quimera imposible. Fue una experiencia maravillosa ese primer contacto con el mundo y la cultura orientales, a los que tanto amé y a los que decidí dedicar mi vida. Al finalizar el viaje se convocó un concurso de diarios. Fui la única mujer que se presentó al concurso. Qué inocente era entonces… al releer mi diario se adivina la emoción, la curiosidad, el romanticismo…  Era una ruta completamente romántica «A un lado Asia, al otro Europa, al frente Estambul», las noches de azul y plata, limpias e intransferibles. La luna saliendo y escondiéndose en las nubes. Los rayos de luna rompiéndose en cristales en las olas. La luna hecha pedazos, una lluvia de estrellas sobre el mar.

Mi diario finaliza en la mancha, recordando al Quijote, que un día, entre los días de su vida de ilusiones y desengaños, ve crucificados sus ideales en la cruz de la realidad incomprensible y villana.

En 1934 solicité una beca a la Junta para Ampliación de Estudios para viajar a Fez con idea de perfeccionar mi árabe vulgar.

Me oculté durante la guerra civil en Argamasilla de Calatrava con unos familiares, quise pasar desapercibida, no significarme. Aunque no fuera propiamente una mujer conservadora, como Ángela, tampoco me consideraba de izquierdas, como Manuela.

En 1942 ingresé en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, obteniendo como primer destino la Biblioteca Pública de Badajoz. Y en 1944 conseguí el traslado a la Biblioteca del Palacio Real de Madrid. Pero nunca dejé de estudiar y de investigar en mis estudios árabes, por eso en 1960 conseguí una beca del Ministerio de Asuntos Exteriores para estudiar la lengua y la literatura persas en la Universidad de Teherán. Esta beca que en principio iba a ser para 10 meses se fue prorrogando y prorrogando… por eso pedí el cese voluntario.

Mis tres amigas se casaron. Al comenzar la guerra Manuela Manzanares se exilió con su marido y terminó en Colombia; Ángela Barnés se fue a Sanlúcar de Barrameda, de donde era la familia de su marido y ya no volvió a trabajar; María Luisa Fuertes que se había casado con Emilio García Gómez, se hizo bibliotecaria, como yo, y abandonó su trabajo como arabista, que quedó eclipsado por la fama de su marido… De las cuatro, tan solo quedaba yo, la única que no se casó nunca, para intentar hacer realidad nuestros sueños, viajar a oriente, investigar y conseguir elevar el arabismo en España, pero vi mis ilusiones segadas por la muerte, y mi vida segada por el destino que me estaba esperando en Teherán.

Ātōtōztli

Ātōtōztli

A mis 71 años me encuentro preparada para morir con la satisfacción del deber cumplido y la de haber gobernado a mi pueblo con sabiduría y equidad, durante 29 años, junto a mi padre Moctezuma Ilhuicamina. Tras su fallecimiento me convertí en la séptima gran gobernante del Imperio Culhua-Mexica, reinando en solitario otros nueve años. A punto de dejar mi imperio y mi vida desconozco que, en tan solo doce años, nuestra antigua y hermosa tierra será descubierta por el mundo civilizado; ni que cuando pasen 38 años mi nieto, Moctezuma Xocoyotzin, se encontrará con Hernán Cortés en Tenochtitlan.

Los años Tochtli se inician al amanecer. Yo nací en un año Tochtli que en las crónicas de las Indias se tradujo en 1410. Me pusieron el nombre náhuatl de Ātōtōztli, que viene de ātl- ‘agua’ y –tōtōztli ‘pájaro amarillo’. Mi diosa tutelar, Chalchihuitlicue, la que tiene faldas de esmeralda, se viste por las noches con estrellas brillantes que giran a su alrededor; es la señora del sustento, la diosa de los lagos, ríos y mares, la diosa de las aguas horizontales. En la Genealogía de los príncipes mexicanos aparezco junto a mi padre con un glifo formado por dos cabezas de ave y una pluma amarilla. Pocas crónicas mencionan mi existencia, pero, aunque hayan intentado borrarme de la historia oficial, no han conseguido eliminar totalmente mi memoria; han quedado retazos de mi poder en los restos de antiguos códices y relatos de mi pueblo. La historia oficial tampoco habla de Ilancueitl la matriarca, la primera Cihuātlahtoāni, mi bisabuela, la fundadora de México Tenochtitlan que gobernó como tlatoani hasta su muerte. Muy poquito ha trascendido sobre las mujeres de la dinastía; sin embargo, nuestro papel fue clave para establecer la legitimidad del gobierno tenochcatl. Ilancueitl reinó y tuvo derecho a otorgar la realeza; estableció la legitimidad de la dinastía y que las funciones de las mujeres reales eran igual de importantes que las de los hombres. Los intereses creados han reescrito la historia obviando el papel de las reinas mexicas. Así, las crónicas tampoco mencionan a Acamapichtli, otra reina, la hija del señor de Culhuacan. Sí que mencionan, aunque de pasada, a mi bisnieta, la princesa Tecuichpo, hija de Moctezuma Xocoyotzin, pero no a su madre, la reina Tlapalizquixochtzin, porque mi nieto, aparte de rey de Tenochtitlan, era rey consorte de Ecatepec a través de su matrimonio con la reina. Y es que es tan escaso el número de mujeres que se incluyen en las crónicas de Indias −tanto españolas como americanas− que podría parecer que no existimos o que nuestra actitud fue pasiva y dependiente. Nada más incierto, fuimos reinas, fuimos guerreras, escribimos, viajamos, vivimos… Por mi parte tuve derecho legítimo a gobernar y ejercí mi derecho. Y como el poder −desde los tiempos de mi bisabuela− provenía o se transmitía a través de la mujer, yo también pude otorgarlo. Fui un personaje clave en la historia de la dinastía mexica; tuve conciencia absoluta de mi herencia y mi cultura, y de la enorme importancia de conservar y aumentar nuestro legado cultural. La toltecayotl: el gran conjunto de creaciones en sociedad, artes y urbanismo; la importancia de la educación, la escritura, el calendario; la expansión del saber acerca de la divinidad y del mundo. Durante mi reinado floreció Tenochtitlan.

Nosotras somos tan protagonistas de la historia como los cientos de hombres cuyas acciones y conquistas sí reflejan las crónicas de Indias. A los historiadores nunca les ha interesado contar la historia desde el punto de vista de las mujeres o de los desposeídos. La historia que se estudia en las escuelas está escrita por los hombres y por los vencedores. Ojalá esto pueda cambiar algún día.

Ana Caro de Mallén

Ana Caro de Mallén

La peste ha comenzado a extenderse por Sevilla en los inicios de este mes de noviembre de 1646 y yo me he contagiado. La pasada primavera fue muy lluviosa, barrios enteros de la ciudad se inundaron, en particular la Alameda de Hércules, por la que hubo que circular en barcas. La ciudad ha estado desbastecida, y los precios han subido de una forma tan desproporcionada que la gente está pasando verdadera hambre, y, por si esto fuera poco, los barcos que llegan de África y de las Indias han traído la peste. La peste que −aún no lo sabemos− va a durar años; la peste que matará a casi la mitad de los habitantes de la ciudad; la peste, una calentura maligna que llena el cuerpo de manchas, forúnculos y purulencia y el alma de desvaríos, temores, cansancio y tristeza; la peste que trae la sed, los vómitos, el frío en el exterior y el fuego interno; la peste, que termina por asaltar el corazón y destruirlo; la peste, bestia terrible que arrasa ciudades y no perdona a niño o viejo. En esta húmeda cama del Hospital de la plaza de La Rabeta, soy consciente de que voy a morir. Yo no soy niña, ni siquiera joven, pero tampoco vieja. Siempre es demasiado pronto para morir, demasiado pronto, y yo tengo aún tanto que decir, tanto que escribir…

Me bautizaron cuando tenía once años. Mi inscripción bautismal en la iglesia del Sagrario, en Granada, dice: ≪En seis dias del mes de octubre de mil seiscientos y uno bauticé a ana maria sclava de Gabriel Mallen. Era adulta≫. Nunca sabréis mi nombre anterior. Nunca lo diré. Nunca nadie lo dirá. Porque fui morisca y fui esclava y esa parte de la historia nadie la cuenta, porque parece que aquello de lo que no se habla no ha existido, pero existió, ocurrió, y si en mi caso me acompañó la suerte, sabed que miles de niños y niñas, hijos e hijas de los moriscos ajusticiados o enviados a galeras, sufrieron abusos sin nombre.

En 1568, en Granada, los moriscos se rebelaron en protesta contra la Pragmática Sanción de 1567, que limitaba sus libertades culturales. Cuando, tras varios años de lucha, el poder derrotó a los sublevados, muchos fueron ejecutados (incluidas mujeres), otros apresados y enviados a galeras, familias enteras separadas, y miles fueron vendidos como esclavos. Para establecer las sentencias, la mayoría de edad penal se situó para los varones en los diez años y medio, y para las mujeres en los nueve años y medio, por eso a los once años de edad se me consideraba ≪adulta≫. A los niños y las niñas nos vendieron como esclavos para ser cristianizados por los compradores. No nos distinguíamos de los otros andaluces por nuestros rasgos o por nuestro color de piel como los esclavos africanos. El termino morisco (o mudéjar) no tenía relación con la raza sino con la cultura, la lengua y las creencias religiosas.

Como he dicho yo tuve suerte, un buen hombre, Gabriel Caro de Mallen, procurador de la Real Audiencia de Granada, me recogió, me quiso y me cuidó como un padre. Cuando, en 1596, se casó con Ana María Torres pasé a formar parte de la familia Caro de Mallén Torres. El proceso de prohijamiento −así se conocía la adopción− no fue fácil. No todo el mundo podia ≪prohijar≫, la ley estipulaba que el adoptante debía ser varón, y tener, como mínimo, dieciocho años más que el prohijado. Por otro lado, el adoptante tenía obligación de demostrar que podía tener hijos biológicos propios, así que tuvimos que esperar hasta que en 1600 nació mi hermano Juan. Me bautizaron Ana María, por mi madre, por mi amada madre a quien siempre amé y que tan pronto me faltó. También amé a mi padre −que volvió a casarse tras la muerte de mi madre−, y a mis hermanos, siempre agradecí todo lo que me dieron, siempre agradecí la mujer que hicieron de mí. Porque gracias a ellos disfruté de una sólida formación. Y gracias a mi preparación, a mi talento y a mi capacidad de estudio, pude valerme por mí misma y desenvolverme como dramaturga, como escritora y como mujer en el seno de una sociedad fuertemente patriarcal.

Fue en Sevilla, ciudad a la que la familia se trasladó, donde inicié mi carrera literaria. Por mi cultura fui muy apreciada dentro de los círculos de la nobleza sevillana cercana al Conde-Duque de Olivares, y llegué a tener una buena amistad con la Condesa de Salva­tierra. Estos contactos me permitieron ganarme la vida con la escritura —especialmente por encargos oficiales— demostrando cómo el mecenazgo compartía espacio con el pujante mercado editorial. Viajé a Madrid, donde conviví durante un tiempo con la novelista María de Zayas. Mi talento fue reconocido por mis colegas masculinos, de hecho, Luis Vélez de Guevara me mencionó en El diablo cojuelo con el apelativo de «décima musa sevillana».

Después de mi muerte quemarán mi obra escrita junto con todas mis pertenencias, tan solo se conservarán algunos poemas, algunas Relaciones (crónicas) y dos obras de teatro. En los retazos de lo que fue una gran producción literaria puede vislumbrarse la amplitud de mis conocimientos clásicos, mitológicos e históricos.

En mi obra se aprecia una ironía sutil y un gran cariño por los personajes más humildes; no solo otorgo un importante papel a los personajes femeninos, también dejo constancia de las contradicciones de la sociedad de mi época, contradicciones que me tocó vivir en primera persona, contradicciones de las que fui muy consciente y que afronté con un coraje que continuará resonando en el futuro, gracias al impacto que supuso la representación de figuras femeninas capaces de elegir, de tomar sus propias decisiones y de llevar las riendas de su propia vida.

Lucía Sánchez Saornil 

Lucía Sánchez Saornil 

Pero… ¿es verdad que la esperanza ha muerto?*

Este cáncer de pecho va a acabar conmigo en este segundo día de junio de 1970. Hace cuatro meses que falleció mi querida hermana; a mi lado está Mery −América Barroso− el amor de mi vida, mi compañera inseparable, que también está muriendo de pena.  

Nací el 13 de diciembre de 1895 en Madrid en una familia obrera. Mi madre falleció cuando yo sólo tenía doce años, y a esa edad tuve que hacerme cargo de la casa y de mi hermana menor, Concha, que siempre tuvo una salud muy delicada. Estudié en un colegio para huérfanos, y cuando ya estaba trabajando −en Telefónica−, como tenía tantas ganas de estudiar y de aprender, acudí como libre oyente a las clases en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Fue entonces cuando empecé a interesarme por las vanguardias artísticas y me adherí al movimiento ultraísta. Titulé mi primer poema vanguardista «Cuatro Vientos», y lo publiqué con seudónimo masculino, en 1919, en él utilizaba la tipografía y rompía con la estética y los estereotipos de la poesía tradicional. «Hora» fue el primer poema que publiqué sin seudónimo, y en él suprimí totalmente los signos de puntuación. Mis poemas más vanguardistas se publicaron en la revista Ultra a lo largo de 1921; en ellos empleaba imágenes inconexas, frases inconclusas y motivos de la vida urbana… Fui la única mujer que formó parte del grupo, y también la única que no procedía de una familia burguesa; al cabo de unos años empecé a dudar de la raíz subversiva de los poetas ultraístas, que −tal como estaba en aquel momento la situación política en España− se limitaba a la renovación del hecho artístico y literario desde un punto de vista formal… para mí el paso del purismo estético al compromiso político era inevitable.

Mis ideas anarcosindicalistas y mi conciencia social me llevaron a participar en diversos conflictos en Telefónica y finalmente fui despedida de la empresa. En 1927 empecé a colaborar con mis artículos en varios periódicos anarquistas, y en 1933 me hice cargo de la secretaría de redacción del periódico CNT.

También aquí encontré contradicciones: aunque en teoría la alternativa anarquista a la familia convencional, el amor libre, supone el establecimiento de relaciones sentimentales entre personas con los mismos derechos, en la práctica no era así; el anarcosindicalismo también nos dejaba a las mujeres en un segundo plano. Opino que es imposible separar la lucha contra el capitalismo de la lucha contra el patriarcado, por eso, en 1936, junto a Mercedes Comaposada y Amparo Poch, fundé la organización feminista y anarquista Mujeres Libres, y me dediqué a ella en cuerpo y alma. Editamos la revista Mujeres Libres. El primer número salió el 20 de mayo de 1936 y se agotó inmediatamente. Publicamos 14 números. Moriré convencida de que todo se ha perdido y no queda ni un ejemplar.

En la primavera de 1937 fui enviada por la CNT a Valencia como redactora jefa del semanario gráfico Umbral. Allí conocí a Mery, el amor de mi vida, mi compañera hasta la muerte. A finales de año viajamos juntas a Barcelona, donde dejé de colaborar en Umbral para dedicarme por entero a Mujeres Libres.

Tras la derrota vinieron tiempos duros, Mery y yo fuimos a los campos de refugiados de Francia, y de allí a París, hasta que pudimos regresar a España de manera clandestina y llegamos a Madrid, donde intentamos retomar Mujeres Libres con las hermanas Lobo, Carmen y Visitación, pero fracasamos. En Madrid me reconocieron por la calle y decidimos mudarnos a toda prisa a Valencia para vivir una vida furtiva hasta 1954… no podéis imaginar lo que suponía en aquellos años no disponer de cartilla de racionamiento. Retomé la pintura de mis primeros años, convirtiéndola en mi oficio y la poesía, que nunca abandoné, aunque no volví a publicar.

Ahora, al final de mi vida siento un dolor infinito ante la proximidad de la muerte; veo mi sueño de igualdad y justicia, de un mundo de mujeres y hombres libres, tan lejano… A veces quisiera poder creer en ese dios misericordioso que consuela a los creyentes, porque todas mis ilusiones, toda mi vida, mi obra, mi lucha, mi juventud pasional y remota, no pueden perderse en la nada, diluirse en el vacío, quisiera creer en la existencia de un más allá más justo y reparador, pero sospecho que esas ideas son tan sólo autoengaños ante la cercanía de este fin que me dispongo a afrontar con serenidad, aunque con mucha −inmensa− tristeza, y es que me gusta tanto vivir…

*Frase que América Barroso hizo inscribir en la lápida de Lucía Sánchez Saornil. Es el primer verso de uno de los dos Sonetos de la desesperanza, que la poeta escribió al final de su vida.

Nanny de los cimarrones

Nanny de los cimarrones

Aunque solo tengo unos 47 años, los ingleses me llaman la vieja obeah (bruja) de los rebeldes. Mañana un negro traidor −el líder de los Black Shots, vendidos a los opresores− William Cuffee, a quien los ingleses llaman Capitán Sambo, me matará y luego reclamará la recompensa de 500 £ que ofrecen por mi cabeza. Su hazaña será publicada en el Diario de la Asamblea de Jamaica de 29 de marzo de 1733, donde se mencionará su resolución, valentía y fidelidad, y se le ensalzará como un esclavo leal y un buen hombre negro.

Nací en la tribu de los Ashanti, alrededor de 1686. Como era muy niña no lo recuerdo, pero sucedió que los habitantes de mi aldea fuimos capturados, vendidos como esclavos y enviados a Jamaica. A mí me vendieron a una plantación de las afueras de Port Royal que cultivaba caña de azúcar, donde los africanos −hombres, mujeres y niños− trabajábamos en unas condiciones extremadamente duras.

Hui de la plantación con mis compañeros Accompong, Cudjoe, Johnny y Quao −a los que toda mi vida amé y consideré como mis hermanos−. En las Montañas Azules nos unimos a otros cimarrones, unos eran fugitivos, como nosotros, y otros se habían refugiado en la montaña tras ser liberados por los españoles cuando los ingleses los echaron de la isla.

Allí establecimos las comunidades cimarronas: Cudjoe fue a Saint James y construyó una aldea, que luego se llamó Cudjoe Town; Accompong se instaló en Santa Isabel; Y yo, junto a Quao, fundé una comunidad en Portland. Allí conocí a Adou, otro cimarrón, y me casé con él.

A nuestra comunidad la llamamos Nanny Town. Nos organizamos de manera similar a una típica aldea Ashanti, basados en la agricultura, la ganadería y el trueque de alimentos por vestidos y armas. Teníamos una ubicación estratégica, ya que estábamos en un collado de 300 metros de altitud y junto a un precipicio desde donde dominábamos y controlábamos las Montañas Azules. Organizamos vigías y guerreros, a los que convocábamos mediante la llamada del Abeng, un cuerno cuyo soplo se convertirá en el futuro en símbolo de libertad en todas las fiestas de Jamaica.

Como tenía buen conocimiento de las hierbas y practicaba la religión obeah africana, los ingleses me llamaban bruja, como si eso justificara mis victorias y no el hecho de que era una audaz estratega y una buena dirigente. Yo inventé la guerra de guerrillas y las emboscadas. La guerra que, bajo mi liderazgo, libramos los Windward Maroons contra el ejército británico se conoció como la Primera Guerra Maroon. Durante muchos años tuve en jaque a los ingleses. Lideré revueltas y liberé a cientos de esclavos a los que ayudé a reasentarse en nuestra comunidad cimarrona.

Los blancos nunca nos regalaron nada. Tuvieron que transcurrir cien años de mi muerte para que, en 1833, se aboliera la esclavitud en Jamaica.

Victorine Meurent  

Victorine Meurent  

No moriré joven y borracha, otra de las mentiras que han contado sobre mí. Voy a morir con 83 años, el 17 de marzo de 1927, en la casa que comparto con mi compañera Marie Dufour −que no es una acomodadora del teatro, otra mentira, sino una gran pianista−. Marie me sobrevivirá tres años y cuando ella muera quemarán en una hoguera todas nuestras pertenencias, incluidas mi guitarra y mis cuadros… ay mi guitarra… ay mis cuadros…

Nací en París, en 1844, mi padre era grabador y un tío mío retratista, desde niña empecé a interesarme por el arte. A los dieciséis años comencé a trabajar como modelo en el estudio del pintor Tomas Couture. Se ha dicho que fui una puta, una borracha, la amante de Stevens, de Manet, de Degas… de todos ellos… Tantas mentiras… Todos creen saberlo todo sobre mí y nadie sabe nada. No he sido solo la protagonista de los cuadros de Manet −pero no su amante, que él murió a los 51 años de sífilis y yo no voy a morir hasta 44 años después ¿en qué cabeza cabe que tuvimos una relación? − no soy Olimpia, ni soy la cortesana del Almuerzo en la hierba… yo soy una artista por derecho propio.

Mientras posaba para los pintores aprendía sus técnicas y asistía a clases nocturnas de pintura en el estudio del pintor Étienne Leroy. Finalmente conseguí exponer mi Autorretrato en el Salón de París de 1976. Por entonces conocí a Marie Pellegrin. Estábamos destinadas a amarnos, éramos tan parecidas en juventud, descaro, belleza… fue una época hermosa…

La segunda vez que expuse en el Salón, en 1879, llevé mi obra Une bourgeoise de Nuremberg au XVIe siècle que fue muy alabada, pero hoy ha desaparecido, como la mayoría de mis cuadros. Ya me había distanciado de Manet y de los otros, no era bienvenida en el círculo por mi relación con Marie Pellegrin. Nuestra amistad íntima se convirtió en la comidilla de todo París y en objeto de desagradables cotilleos.

Expuse en el Salón seis veces, aunque tuve que seguir modelando para ganarme la vida durante la década de 1880 para Norbert Goeneutte y Toulouse-Lautrec entre otros. En 1903 entré a formar parte de la Société des Artistes Français, una prueba de reconocimiento oficial que me sirvió de poco. Solo conseguí malvivir de mi arte especializándome en pintar animales de compañía, un género popular en mi época entre la burguesía. Vivir del arte no era fácil. Por eso compaginaba la pintura dando clases de guitarra, la música también se me daba bien. En los malos tiempos llegué incluso a pedir ayuda a la viuda de Manet, que me había prometido una parte de los beneficios de la venta de sus obras en la época en que le servía de modelo. Le conté mis problemas en una carta, pero nunca recibí respuesta.

Ya era mayor cuando conocí a Marie Dufour, pianista y profesora de piano, el amor de mi vida. Convivimos veinte años, desde entonces hasta el final de nuestras vidas. Gracias a un préstamo de Toulouse Lautrec nos mudamos juntas a una casa en el suburbio parisino de Columbes.

Como artista no solo fui injustamente olvidada, también fui vilipendiada e insultada. A pesar de que pasé la mayor parte de mi vida pintando y solo una pequeña parte modelando, solo se conservan tres cuadros de mi autoría, el resto se ha perdido. Eso sí, mi cuerpo se os muestra con insolencia, y mi mirada os observa con descaro desde las paredes de los más importantes museos del mundo.