A punto de morir, a mis 72 años, he vivido mi tiempo con toda la intensidad de mi temperamento poético y exaltado. He amado. He sido una gran domna que ha sabido cantar al amor −en mi lengua amor es femenino−. Mi poesía está repleta de amor, sin más, porque yo −como todas las trobairitz− he cantado al concepto femenino universal del amor, mientras nuestros colegas masculinos, en cambio, han cantado al rígido concepto de la fin’amor. Por eso he amado a mis amantes como a mis iguales, como a mis amigos, nunca como a mis señores. Y he despreciado por traidores a aquellos que se declararon mis servidores y luego pretendieron ser mis amos. Yo he sido la única señora y domna de mi vida y de mis actos, la autora de mis poemas, mis canciones y mis trovas, que en el futuro cantarán los niños en mi vieja y hermosa lengua, mi lengua occitana. Cuando todos hayan olvidado mi lengua y mi cultura cátara, quedará mi canción, nadie podrá arrebatarme mi canción.
Pero ahora voy a morir, aquí, en Provenza, donde, en este año 1212, otra trobairitz, Garsenda de Forcalquier, está a punto de tomar bajo su mando el destino del condado, uno de los más poderosos de Occitania. Garsenda, la única heredera del condado de Forcalquier, se casó muy joven con el conde Alfonso de Provenza y quedó viuda en 1209, el mismo año en que comenzó la invasión francesa, camuflada de cruzada contra los cátaros, para acabar con la independencia occitana.
En el año 1140, cuando nací, Occitania florecía. Prácticamente no había siervos. Cada agricultor podía obtener tierras y cada ciudadano podía convertirse en caballero. Las mujeres podíamos heredar propiedades, comerciar, formarnos, estudiar, y expresar nuestras opiniones. Los condes compartían el poder con cónsules libremente elegidos. La Iglesia Cátara −que permitía a las mujeres recibir la ordenación espiritual y predicar− no exigía diezmos, mientras que la Iglesia Católica exigía una octava parte de la cosecha de cereales, lo que, junto a la ostentación del clero, la hacía despreciable a nuestros ojos.
Aunque yo sea la más conocida, no era, ni mucho menos, la única. Estaba Tibors de Sarenom, la mayor de nosotras, amable y sabia; la culta y educada Azalais de Porcairagues, que vino de Montpellier; Bieiris de Roman, enamorada de Na María; la misteriosa e inteligente Alamanda de Castelnau; Guilelma de Rosers, la másprofesional; Almodís de Caseneuve, que mantuvo un hermoso intercambio de poemas con su vecina Iseut de Capio; Caudairenga, cuyo marido, Raimon de Miraval, la repudió «porque sabe bien hacer coplas y danzas» y «basta con un trovador en una casa», ella sin rechistar se fue a vivir a casa de su amante y se libró para siempre de Raimon, que más tarde quiso volver con ella −porque ninguna mujer quería ser la domna de un hombre tan despreciable−; la erudita Azalaïs d’Altier; la bella Lombarda, una de las pocas mujeres que escribió en trobar clus; María de Ventadorn, no solamente una gran trobairitz, también una de las domnas más cantadas de toda la lírica trovadoresca; la exótica Ysabella, tan necesitada de amar y ser amada… y tantas otras…
Por suerte para mí no viviré para ver la caída de Montségur, en 1244, fecha que va a suponer el fin de nuestra cultura y nuestras costumbres. La mayor parte de mis compañeras tendrán que emigrar a Italia a consecuencia de las guerras albigenses. Muy pocos cancioneros de origen occitano van a llegar hasta las generaciones futuras. La existencia misma de las trobairitz se pondrá en duda.